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Café, té y chocolate

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En el siglo XVII confluyeron en Europa, procedentes de Asia, África y América, tres bebidas estimulantes, calientes y reconfortantes que hoy siguen dominando nuestras culturas.

Tratado novedoso y curioso del café, el té y
el chocolate de Philippe Sylvestre Dufour
(Imagen D.P. via Wikimedia Commons)
Los seres humanos tenemos una relación muy estrecha con nuestras bebidas reconfortantes, las que servimos calientes y nos dan, paradójicamente, tanto una sensación de tranquilidad y relajación como un efecto estimulante. Aunque hay muchas de estas bebidas, como el mate suramericano, la kombucha, el té tuareg de menta y una cantidad prácticamente inagotable de infusiones diversas con creativas mezclas de distintas plantas, flores, frutos y hojas, las que predominan son el café, el té y el chocolate.

La más antigua de estas bebidas, o al menos de la que hay registros más tempranos es el té, que fue descubierto en la provincia de Yunán, en China, hacia el año 1000 antes de la Era Común y fue utilizado con propósitos medicinales durante 1600 años hasta que, hacia el año 618 de la Era Común empezó a popularizarse en China como bebida reconfortante y disfrutada por su sabor. Un siglo después llegó a Japón donde se naturalizó y se hizo parte de la cultura nipona, y tendrían que pasar otros mil años para que llegara a Europa, donde adquirió pasaporte británico gracias al rey Carlos II y su matrimonio con la portuguesa Catalina de Braganza, que llevó consigo el té a la corte inglesa a fines del siglo XVII.

Todo el té es una infusión de la planta cuyo nombre científico es Camellia sinensis, un arbusto nativo de Asia. Las distintas variedades dependen no de plantas diversas, sino del tratamiento que se le imparte a las hojas antes de preparar la infusión. El té blanco se hace con las hojas más tiernas, que sólo se tratan con vapor antes de ponerlas en el mercado. El té verde se hace con hojas más maduras, que se tuestan para deshidratarlas y para detener el proceso de fermentación que se inicia en ellas naturalmente. Si se deja continuar la fermentación un tiempo se obtiene un té oolong, mientras que si se deja que se desarrolle por completo se obtiene el té negro.

El té contiene como principal estimulante la teanina, una sustancia que reduce la tensión, mejora la cognición y estimula los sentidos y la cognición. Contiene también cafeína (en mayor proporción por peso que el propio café), teobromina y teofilina, que conjuntamente forman un cóctel estimulante y psicoactivo que explica en gran medida que sea la bebida reconfortante más popular del mundo.

El té también contiene unas sustancias llamadas catequinas, potentes antioxidantes que en la década de 1990 empezó a pensarse que podían ser beneficiosos para la salud. Vale la pena señalar que, sin embargo, los estudios realizados durante el último cuarto de siglo no ofrecen ninguna evidencia de que los antioxidantes tengan ninguna propiedad concreta para mejorar nuestra salud, mucho menos prevenir el cáncer.

El café es la más moderna de las tres grandes bebidas reconfortantes, aunque su principal ingrediente activo, la cafeína, es considerada por muchos expertos la droga más común y más consumida del mundo, ya que además de estar en el café que es el desayuno de gran parte de occidente la encontramos en numerosas bebidas refrescantes y energéticas, e incluso en algunos helados. El café contiene, además, teobromina.

La leyenda atribuye el descubrimiento del café a un pastor de cabras llamado Kaldi, que mantenía su rebaño en las tierras altas de Etiopía durante el siglo XIII de la Era Común. Allí vio que sus animales se mostraban más inquietos y animados cuando consumían las bayas de cierto árbol y decidió probarlas él mismo. Como fuera, para el siglo XV el café ya era cultivado en Yemen, y los árabes prohibieron su cultivo fuera de las tierras que controlaban y lo vendían a Europa, donde empezaron a aparecer los establecimientos donde se podía tomar una taza de café y participar en estimulantes conversaciones en las principales ciudades de Inglaterra, Austria, Francia, Alemania y Holanda. En 1616, los mercaderes holandeses, precisamente, sacaron de contrabando de Yemen semillas de café que empezaron a cultivar en invernaderos.

Más que otras bebidas, el café fue considerado por muchos un producto satánico, que exigió la intervención del papa Clemente VIII para autorizar su consumo en 1615.

El chocolate era, originalmente, una bebida esencialmente amarga, obtenida al tostar las semillas del árbol del cacao y luego molerlas para cocer el resultado en agua adicionado con vainilla aromatizante, algunas especias y, a veces, algo de chile o maíz molido y alguna miel natural. Puede sonar poco apetitoso, pero resulta que el chocolate (cuya etimología no es clara, por cierto) no era sólo una bebida que se consumía sólo por gusto. Si el gusto por el chocolate azteca era probablemente adquirido, como el gusto por el amargor de la cerveza, la energía que impartía al consumidor era su principal virtud. Al describirlo en una de sus cartas a Carlos V, Hernán Cortés exageraba un tanto asegurando que “una sola taza de esta bebida fortalece tanto al soldado que puede caminar todo el día sin necesidad de tomar ningún otro alimento”.

Como a tantas otras materias de origen vegetal, al chocolate se le atribuyeron en principio diversas propiedades terapéuticas y su llegada a Europa fue como bebida terapéutica, de lo que dio noticia el médico Alonso de Ledesma, que publicó un tratado al respecto en Madrid en 1631. Pero si no curaba tanto como se prometía, su preparación evolucionó con azúcar, canela, y preparado a veces con leche en lugar de agua y pronto se popularizó como bebida placentera.

El ingrediente activo que hace que el chocolate sea una bebida estimulante es la teobromina, una sustancia relacionada con la cafeína que no fue descubierta sino hasta 1841.

Las tres bebidas llegaron a Europa y compitieron por el favor de los consumidores que habían descubierto los placeres de un estimulante caliente donde antes sólo habían tenido cerveza y vino. En España y Francia, el chocolate adquirió personalidad propia, mientras que en Suiza asumió otras formas sólidas. El café se apoderó del continente europeo y, después, del americano con una sola excepción: Inglaterra, cuyo romance con el café apenas empieza a desarrollarse en el siglo XXI, después de 200 años de té.

El experimento de Gustavo III de Suecia

Gustavo III, rey de Suecia, estaba convencido de que el café que había invadido sus dominios era un peligroso veneno y se propuso probarlo. Se procuró a dos hermanos gemelos condenados a muerte y les conmutó la pena por cadena perpetua a cambio de que uno se tomara tres jarras de café al día y el otro hiciera lo mismo con tres jarras de té, bajo la supervisión de dos médicos. Gustavo III fue asesinado en 1792 y los dos médicos eventualmente también murieron, mientras los condenados seguían vivos. Se cuenta que el bebedor de té murió primero, a los 83 años de edad, y nadie sabe cuánto después murió el bebedor de café.

De la inmunidad al SIDA a la curación

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Virus del VIH saliendo de una célula humana
donde se ha reproducido. (Imagen D.P. National
Institutes of Health, EE.UU. vía Wikimedia
Commons)
El 1% de los seres humanos puede exponerse a la infección de VIH sin ser infectado. El retrovirus entra efectivamente en su cuerpo, pero no puede actuar, no puede reproducirse (proceso en el cual destruye los glóbulos blancos que ataca, precisamente los responsables de nuestro sistema inmune) y por lo tanto estas personas nunca desarrollan el SIDA como enfermedad. Son inmunes a la epidemia.

Fue a principios de los 1980 cuando apareció el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), que destruye el sistema inmune de sus víctimas, dejándolas indefensas ante las infecciones, el temido síndrome de inmunodeficiencia adquirida, SIDA. Y las víctimas de SIDA tenían una esperanza de vida reducidísima, la enfermedad parecía ser altamente contagiosa, sobre todo mediante agujas infectadas (cebándose en los drogadictos más extremos) y a través del contacto sexual. Las historias se multiplicaban en los medios, alentadas por las muertes de personajes famosos como Rock Hudson o Freddie Mercury. Por si fuera poco, la epidemia comenzó a desarrollarse entre la comunidad homosexual, lo que animó los ataques de homofóbicos.

Adquirir el VIH, un peculiar retrovirus, conducía entonces inevitablemente al SIDA y éste era mortal en poco tiempo, meses, incluso, matando a través de “infecciones oportunistas” que se aprovechan de la debilidad del sistema inmune de los pacientes.

Las costumbres cambiaron y los controles se multiplicaron: en bancos de sangre, hospitales y consultorios. El condón se generalizó como principal barrera al contagio del VIH, aparecieron guantes de goma en las manos de todos quienes pudieran tratar con sangre de otras personas. Y el debate se incendió en lugares como algunos países africanos, donde las creencias religiosas opuestas al uso del condón ayudaron a que la epidemia se difundiera. No fue sino hasta 1999 cuando aparecieron tratamientos que, sin curar el VIH, consiguen mantener al virus bajo control dando a las víctimas una esperanza de vida similar a la media.

En este panorama, el descubrimiento de que hay una proporción de seres humanos que son inmunes al VIH fue no sólo una sorpresa sino también una esperanza en su tratamiento.

El secreto de la resistencia

Un virus como los del VIH (hay dos tipos distintos), al entrar en el torrente sanguíneo, se fija a la superficie de la célula que infecta, en este caso los linfocitos T colaboradores, y puede introducir su ADN en la célula secuestrando su dotación genética para que haga copias del virus, que a su vez atacan a otras células. El VIH, en concreto, se fija en proteínas de la superficie de las células, como las llamadas CD4 y CCR5. Esta última se ha comparado con una cerradura que puede abrir el virus para entrar en la célula. Pero resulta que, en algunos casos, el gen que produce la proteína CCR5 ha experimentado una mutación, llamada CCR5-delta32 que ha borrado algunas instrucciones para formar la proteína.

La CCR5 que producen esas células mutadas no es funcional, de modo que el virus no puede instalarse en la célula ni introducir su carga genética en ella. La célula (es decir, el linfocito T que juega un papel esencial en las defensas del cuerpo) es inmune al VIH. Como tenemos dos copias de cada cromosoma y de cada gen, es necesario que el individuo tenga la mutación en ambos genes CCR5. De otro modo, la proteína sería producida correctamente por uno de los cromosomas en que está alojado el gen (el 21) y el virus podría infectar a la célula. Quienes sólo tienen la mutación en uno del par de cromosomas, son sin embargo más resistentes a las infecciones.

¿Cuándo surgió esa mutación y por qué se ha mantenido? Las hipótesis han cambiado con el tiempo. Su origen parece encontrarse entre los vikingos, pues al hacer estudios sobre la proporción de personas con la mutación, los países nórdicos tienen los mayores números, lo que sugiere que apareció allí y se fue extendiendo como una onda lentamente hacia las poblaciones que iban teniendo contacto con ellos.

Originalmente, se pensó que la mutación había sido favorecida como protección contra la peste negra que asoló Europa en la Edad Media, pero hoy los científicos hallan más viable es que haya sido una mutación que protegía contra la viruela. Es decir, una mutación que resultó beneficiosa por un motivo en el pasado lo es hoy nuevamente por otro motivo.

El descubrimiento de esta forma de inmunidad abrió por primera vez la puerta a una posible curación del SIDA, que se intentó con el llamado “Paciente de Berlín”, Timothy Ray Brown, diagnosticado con VIH en 1995 y que había estado tomando la terapia antirretroviral hasta que en 2006 desarrolló un tipo de leucemia. Se le sometió entonces a un procedimiento experimental, transplantándole células madre hematopoyéticas, es decir, que dan origen a todos los tipos de células sanguíneas que tenemos, en la médula ósea. Esas células madre produjeron, entre otras, linfocitos T colaboradores con CCR5 mutada no funcional en su superficie, atacando los dos problemas de salud graves de Brown: la leucemia y el VIH.

Cien días después del primer trasplante, el VIH había prácticamente desaparecido de su cuerpo, y así se ha mantenido hasta la fecha, considerándolo el primer ser humano curado de HIV.

¿Por qué no se usan estos trasplantes para todos los pacientes de VIH? Primero, porque aún no hay certezas, siempre es posible que el paciente recaiga. Y el trasplante es en sí un procedimiento peligroso que puede tener complicaciones a corto y largo plazo, tales como infecciones, rechazo, procesos inflamatorios e incluso provocar otro cáncer.

La curación del “paciente de Berlín” sigue siendo un experimento, pero tanto Brown como muchos científicos han emprendido acciones para buscar la curación definitiva del SIDA (que sería además un gran paso adelante en el combate de las enfermedades virales) a partir de esa mutación, ese cambio al azar que para muchos ha sido la diferencia entre la vida y la muerte.

La evolución en acción

La mutación CCR-delta32 es un excelente ejemplo de la selección natural en acción dentro de nuestra propia especie, en el incesante –pero extremadamente lento- proceso evolutivo. En el pasado, la ventaja de inmunidad a alguna enfermedad claramente favoreció a quienes ya tenían la mutación de modo que pudieron reproducirse un poco más que quienes no la tenían, difundiéndola y ampliando su presencia en nuestra especie. Si no tuviéramos las herramientas de la ciencia y la medicina preventiva, no es difícil pensar que el SIDA podría diezmar a la población mundial como lo ha hecho en algunas zonas de África, donde resultarían mucho más favorecidos los que poseen la mutación, de modo que en un futuro la mayoría de los seres humanos serían descendientes de estos inmunes y tendrían por tanto la mutación.

El casi inexistente neutrino

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Llenado de agua del gigantesco observatorio Kamiokande en 2006. Cada semiesfera
plateada es un fotomultiplicador-detector de neutrinos.
(© Kamioka Observatory, ICRR (Institute for Cosmic Ray Research), The University of Tokyo)
Miles de millones nos atraviesan a cada segundo sin que lo notemos, sin que lo podamos notar, pues los neutrinos son la más extraña de las partículas elementales (el zoo de partículas) que componen nuestro universo. Los neutrinos son la partícula con masa más abundante del universo, sólo por debajo de los fotones, que componen la luz y que no tienen masa. Se producen en las reacciones nucleares, tanto de fusión como de fisión (la mayor fuente de neutrinos que tenemos al alcance es nuestro propio sol) y en las supernovas cuando estallan.

Los neutrinos tienen masa. Muy pequeña. Tanto que hasta 1998 se pensaba que no la tenía, que era una especie de partícula fantasma. Estas partículas no tienen carga eléctrica, viajan casi a la velocidad de la luz y son tan pequeños. Hacen falta diez millones de ellos para tener la masa de un electrón. Esas características han hecho tan difícil su estudio, ya que los neutrinos prácticamente no interactúan con el resto de la materia. Los neutrinos no son afectados así por dos de las cuatro fuerzas fundamentales del universo, la electromagnética y la fuerza nuclear fuerte. Sí les afecta la fuerza nuclear débil, pero ésa sólo tiene efectos en distancias muy cortas, y sí les afecta la gravedad mínimamente, en relación a su masa. Así que no suelen afectar a otras partículas ni, a su vez, verse afectados por ellas. Casi todos los neutrinos que llegan a la Tierra pueden atravesarla de lado a lado sin interactuar con ninguna otra partícula a su paso, como una nave viajando en el espacio no podría encontrarse al azar con casi ningún cuerpo estelar. Vale la pena recordar aquí que lo que nos parece materia sólida (y líquida) en realidad está formada principalmente por espacio vacío.

Pero, pese a ser tan pequeño y tan etéreo, el neutrino es fundamental para entender el universo a nuestro alrededor. Por poner sólo un ejemplo, si podemos determinar el origen de los neutrinos que llegan a la Tierra, quizá podríamos determinar de dónde proceden los rayos cósmicos que nos bombardean incesantemente, rayos de una enorme energía, tanta que no la hemos podido reproducir en nuestros laboratorios.

La existencia de lo que hoy llamamos neutrino fue propuesta en 1931 por el físico teórico Wolfgang Pauli, uno de los pioneros de la física cuántica y Premio Nobel en 1945. En sus cálculos, determinó que la energía no parecía conservarse en la desintegración radiactiva llamada “beta”, donde un neutrón del núcleo de un átomo radiactivo se convierte en un protón y un electrón. En el proceso radiactivo se había perdido algo de energía. Y como la energía ni se crea ni se destruye, Pauli pensó que podría haber sido tomada por una partícula neutral en aquellos años indetectable. Tres años después, otro físico, Enrico Fermi, le dio a esa partícula el nombre de “neutrino”, es decir, “el pequeño neutral”, que era fundamental para explicar la desintegración radiactiva tal como se observaba en los experimentos realizados por entonces.

Pero fue necesario esperar hasta 1956 para que Clyde Cowan y Frederick Reines consiguieran demostrar la existencia de dichas partículas utilizando un reactor nuclear como fuente de neutrinos. El descubrimiento de los llamados “neutrinos electrones” le valió a Reines el premio Nobel de física por su parte en el descubrimiento. Desafortunadamente, como ha ocurrido en otros casos, la muerte prematura de Cowan le impidió ser galardonado con el premio, ya que no se otorga post mortem.

Los neutrinos también se pueden encontrar en otras formas o “sabores”, el neutrino muón (hallado en 1961 por Leon Lederman, Melvin Schwartz y Jack Steinberger, en el CERN, hoy famoso por su acelerador de partículas, el LHC), y el neutrino tau, extremadamente escaso y de vida muy corta, que no pudo observarse sino hasta el año 2000 también en el CERN.

La característica más peculiar de los neutrinos es que, a diferencia de las demás partículas elementales, están “oscilando” continuamente, es decir, cambiando de sabor. Y, además, pueden tener una mezcla de sabores, es decir, pueden tener parte de neutrino electrón y parte de neutrino muónico.

Decíamos que casi todos los neutrinos que llegan a nuestro planeta lo atraviesan sin interactuar con ninguna partícula. Para percibir a algunos de los pocos que sí interactúan, sin embargo, necesitamos sistemas enormes que estén aislados de otras formas de radiación. Para ello, los observatorios de neutrinos se ubican a gran profundidad en la tierra, donde no pueden llegar los rayos cósmicos y otras partículas.

Uno de los observatorios de neutrinos más impresionantes que existen es el Super Kamiokande, aunque no se parece a nada de lo que solemos llamar observatorio. Se trata de un tanque cilíndrico de acero inoxidable de 40 por 41 metros situado a mil metros de profundidad, en la antigua mina de Mozumi, que contiene 50.000 toneladas de agua ultrapura. El tanque está rodeado por más de 11.000 tubos capaces de multiplicar cualquier pequeñísimo destello de luz decenas de millones de veces. El funcionamiento del observatorio es el siguiente: cuando ocurren eventos como la desintegración de un protón o que una partícula colisione con un electrón o el núcleo de un átomo del agua, éstos provocan un cono de luz. El fenómeno, llamado “radiación de Cherenkov”, es percibido como un tenue anillo de luz por los tubos detectores. los datos de los distintos tubos que registran la luz permiten saber qué partícula los ha provocado. Estos detectores, por ejemplo, consiguieron registrar, en 1987, 11 neutrinos provenientes de la explosión de una supernova.

¿Qué relación tienen los neutrinos con las partículas a las que están asociados (electrón, muón, tau)? ¿Por qué y cómo oscilan o cambian de uno a otro mientras recorren el universo a velocidades tan enormes? ¿Tienen que ver los neutrinos, como algunos físicos sospechan, con la materia oscura y la energía oscura que forman el 95% de nuestro universo y que aún no hemos podido detectar? Éstas son algunas de las preguntas que animan la investigación de los neutrinos. Enormes, costosos, delicadísimos aparatos a cargo de mujeres y hombres altamente preparados que investigan unas partículas casi inexistentes.

En la cultura popular

En 1959, el poeta estadounidense John Updike escribió un poema sobre los neutrinos que ya decía que para ellos “la tierra sólo es una bola sin sentido”. En 1976, la banda canadiense de rock progresivo Klaatu grabó la canción El pequeño neutrino, de Dee Long, que desafiantemente dice “Yo mismo me niego a ser / soy alguien a quien nunca conocerás / Soy el pequeño neutrino / Y ahora estoy atravesando / Al que se conoce como tú / Y sin embargo nunca sabrás que lo hago”. Visto así, no deja de ser levemente inquietante.

Schrödinger y su omnipresente gato

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Pocas metáforas científicas están más difundidas que el “gato de Schrödinger” que, nos dicen, no está ni vivo ni muerto. Pero, ¿qué significa realmente?

Erwin Schrödinger, físico.
(Imagen de Robertson, copyright de la Smithsonian Institution,
via Wikimedia Commons)
A principios del siglo XX, la idea que teníamos de la física era muy incompleta. No se conocían los protones, la estructura del átomo era sujeto de especulación y muchos aspectos apenas empezaban a estudiarse.

Esto representó una explosión del conocimiento en la física que, entre otras cosas, vino a confirmar que nuestro sentido común no es buena herramienta para entender la realidad. Por sentido común podemos pensar, que los cielos giran alrededor de nuestro planeta, sin importar las pruebas de Copérnico, Kepler y Galileo. La ciencia a veces exige rechazar lo que sugiere nuestra intuición.

Así, en la revolución del siglo XX supimos que el tiempo no es constante, sino variable, que el movimiento no es absoluto, sino relativo, que la única constante universal es la velocidad de la luz... conclusiones de la teoría de la relatividad de Einstein para explicar el mundo macroscópico. Pero Einstein viajó también al mundo subatómico donde nuestra intuición es, si posible, aún más inútil.

En 1900, el físico Max Planck había postulado que la radiación (las ondas de radio, la luz visible, los rayos X, todas las formas que adopta el espectro electromagnético) no ocurría en un flujo continuo, sino que se emitía en paquetes, uno tras otro, como los vagones de un tren. Llamó a estos paquetes de energía “cuantos”. Cinco años después, Einstein desarrolló las ideas de Planck y propuso la existencia de un “cuanto” de luz, el fotón, su unidad menor e indivisible. Esto no era grave, podíamos percibir la luz como un continuo sin que lo fuera, del mismo modo en que percibimos una película como movimiento continuo sin ver que está formada por 24 fotogramas cada segundo.

Pero los cálculos de Einstein demostraron algo más: los fotones no eran ni ondas ni partículas o, desde nuestro punto de vista, a veces se comportan como ondas y a veces se comportan como partículas, cuando para la física clásica sólo existían ondas o partículas como fenómenos diferentes. ¿Cómo puede ser eso? La explicación, por supuesto, es que así ocurre y nuestro sentido común se equivoca al pensar que una manifestación física tiene que ser “onda o partícula” tanto como se equivocaba al creer que el universo giraba a nuestro alrededor. Esto dio origen a toda una rama de la física dedicada a estudiar el mundo subatómico, las leyes que rigen a las partículas elementales, la “mecánica cuántica”.

Los descubrimientos en la cuántica se sucedieron rápidamente pintando un panorama extraño, casi daliniano. En 1913, Niels Bohr desarrolla el primer modelo de cómo es un átomo que refleja con razonable precisión la realidad.  Y en 1926 entra en escena el físico austríaco Erwin Schrödinger, de sólo 39 años, que con tres artículos brillantes, el primero de los cuales describe cómo cambia el estado cuántico de un sistema físico al paso del tiempo, el equivalente de las leyes de Newton en el mundo a escala macroscópica. Si aplicamos la ecuación del movimiento de Newton a un objeto podemos saber dónde estará en el futuro en función de su aceleración . Para saber cómo evolucionará un sistema en la pequeñísima escala cuántica, se aplica la ecuación de Schrödinger.

Pero la ecuación de Schrödinger sólo nos da una probabilidad estadística de cómo evolucionará ese sistema. Un electrón puede tener probabilidad de estar en varios lugares... se diría que sus “funciones de onda” (su descripción matemática) están “superpuestas”, lo que quiere decir que ninguna se ha vuelto realidad. Pero cuando observamos el electrón (o lo registramos con un aparato, no es necesario que lo veamos con los ojos, lo cual además es imposible dado su diminuto tamaño) se dice que la “función de onda” del electrón, que incluye todas las probabilidades de dónde puede estar, se “colapsa” en una sola probabilidad del 100% y el electrón sólo está donde lo hemos observado. Esto significaría que el hecho mismo de observar un fenómeno cuántico (y es importante recordar que esto sólo ocurre a esala cuántica, es decir, a nivel microscópico) “provocaría” que tenga una u otra posición.

Poner esto en palabras, por supuesto, ha sido pretexto para que numerosos charlatanes y simuladores hablen como si supieran de cuántica y traten de extrapolar estos asombrosos acontecimientos a la realidad macroscópica, donde las cosas, claro, no ocurren así.

Incluso es posible que aún no tengamos completa la explicación. Como sea, el propio Erwin Schrödinger se sentía enormemente incómodo con estas paradojas, contradicciones y desafíos al sentido común que presenta la mecánica cuántica y las interpretaciones que daban sus colegas físicos, y en 1935 diseñó un experimento mental para ilustrar lo que a él le parecía un absurdo de las conclusiones que mencionamos.

En su experimento, hay un gato encerrado en una caja hermética y opaca con un dispositivo venenoso que se puede activar o no activar dependiendo de un fenómeno cuántico, como sería que un elemento radiactivo emita o no una partícula en un tiempo determinado. Si la probabilidad de que lo emita o no es del 50%, la conclusión sería que el gato no estaría ni vivo ni muerto (o su estado de vivo y muerto estarían “superpuestos”) porque mientras el sistema no sea observado no se hará 100% la probabilidad de que la partícula se emita o no. Al abrir la caja y ver si se ha emitido o no la partícula, su función de onda se colapsará y el veneno se habrá liberado o no, de modo que el gato estará o vivo o muerto.

Como es imposible que un gato esté a la vez vivo y muerto, según Schrödinger señaló, su experimento mental subrayaba que nuestra comprensión del mundo cuántico no es completa aún. Desde entonces, numerosas interpretaciones han intentado conciliar esta aparente paradoja, sin lograrlo.

Pero el experiento del mítico “gato de Schrödinger” en todo caso no tiene por objeto concluir que el pobre felino está realmente vivo y muerto al mismo tiempo, al contrario. Cosa que no tienen claro muchos que, de distintas formas, pretenden usar esta metáfora como aparente explicación de cuestiones que no tienen nada que ver con la física.

Los cuentos del gato

Son literalmente cientos los escritores y cineastas que han utilizado al gato de Schrödinger, ya sea como elemento de una historia, para ofrecer interpretaciones originales que resuelvan la paradoja o, simplemente, por su nombre. Douglas Adams, autor de El autoestopista galáctico, lo es de otra novela, Dirk Gently: agencia de investigaciones holísticas, donde el detective que le da nombre es contratado porque en vez de estar vivo o muerto, el gato simplemente ha desaparecido, harto de ser sometido una y otra vez al mismo experimento.

Bach por números

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Johann Sebastian Bach sentado al órgano. Grabado inglés de 1725.
(Imagen D.P. del Museo Británico, vía Wikimedia Commons)
El apellido Bach tiene una expresión musical.

En el sistema alemán de entonces, las notas se representaban mediante letras, como se sigue haciendo en los países anglosajones. Así, la letra B representaba el si bemol, la A representaba el la, la C representaba el do y la H correspondía al si. Y si hacemos sonar las notas “si bemol, la, do, si”, estamos expresando el apellido Bach en una pequeña melodía.

Por supuesto, Johann Sebastian Bach, así como sus hijos (cuatro de los cuales tuvieron distinguidas carreras como músicos) estaban conscientes de esa relación, y el tema, hoy conocido como “motivo Bach” fue utilizado en numerosas ocasiones por el compositor, como en el segundo Concierto de Brandenburgo, en las Variaciones Canónicas para órgano y en el contrapunto inconcluso del Arte de la Fuga.

De hecho, uno de sus hijos solía contar que la muerte del compositor se produjo precisamente cuando escribió esas notas en el pentagrama, historia apasionante pero improbable. Como fuera, los hijos de Bach también usaron ese criptograma musical en numerosas ocasiones, y después fue retomado por los admiradores del compositor en literalmente cientos de piezas, algunos tan conocidos como Robert Schumann, Franz Liszt o Arnold Schoenberg.

Además, según un sistema numerológico místico que le da a las letras un número de acuerdo a su posición en el alfabeto, las letras del apellido “Bach” tienen el valor “14” (2+1+3+8), y las supersticiones también le atribuían un gran valor al inverso de ese número, en este caso “41”. Bach, como hombre de su tiempo, estaba muy consciente de ello, como lo estaba del simbolismo de los números en términos de la religión cristiana. Entre los luteranos, iglesia a la que pertenecía, el simbolismo desarrollado por San Agustín era ampliamente conocido y utilizado. El 3, así, era la representación de la santísima trinidad, y por tanto los creadores hacían esfuerzos, sobre todo en la música sacra, de que sus obras se relacionaran con el 3. El 10 se relacionaba inevitablemente con los diez mandamientos y el 12 con los apóstoles, mientras que el 7 se refería a la gracia y al Espíritu Santo.

Es indudable que Bach, como compositor eminentemente sacro, conocía estos simbolismos y muy probablemente los utilizó en distintos momentos en sus obras. Sin embargo, resulta muy difícil, si no imposible, desentrañar cuándo lo hizo voluntariamente y cuándo el número no era considerado por el propio compositor como significativo.

Resulta muy aventurado pensar que las obras de Bach ocultan un significado numerológico, aunque así lo hayan sugerido algunos autores. Se puede tomar cualquier elemento de una composición de cualquier músico (las notas, el número de compases, los intervalos, la relación entre notas, etc.) y buscar una correlación con algún número o relación matemática o palabra codificada. En más de 1.100 obras conocidas de Bach, un buscador concienzudo puede encontrar, virtualmente, lo que sea. Incluso las dimensiones de la pirámide de Giza.

La relación de Bach con los números se encuentra más bien en la proporción, en los juegos de las notas y las armonías que producen de acuerdo con las reglas de la música que descubrió y describió Pitágoras, en las numerosas obras donde su interpretación de las matemáticas de la música es de un dominio absoluto aún si no fuera consciente.

Pero aún si Bach no intentara conscientemente aplicar las matemáticas a su trabajo como compositor, estudiosos posteriores han encontrado notables relaciones entre la música y los números, sean las ecuaciones de la geometría fractal apenas descrita en la década de 1970 o series de números con significado matemático especial, como la de Fibonacci.

Su propio hijo, Carl Philipp Emanuel, le dio al biógrafo de su padre, Forkel, “el fallecido (su padre), como yo o cualquier otro verdadero músico, no era un amante de los asuntos matemáticos secos”.

Aunque así fuera, Bach había pertenecido a una sociedad científico-musical fundada por su alumno, el médico, matemático y compositor polaco Lorenz Christoph Mizler. La sociedad buscaba que los músicos intercambiaran ideas teóricas y trabajos sugerentes. Cada año, los miembros debían presentar una disertación o una composición, y en 1748, Bach envió a la sociedad su Ofrenda musical, una serie de cánones, fugas y sonatas en la que destaca el que el propio Bach llamó Canon del cangrejo, cuya relevancia matemática no podía escapársele.

Es una pieza para cuerdas donde se tocan dos melodías, como en cualquier contrapunto, pero una de las melodías es exactamente la imagen en espejo de la otra. Es como si un violín tocara la primera melodía y el segundo también, pero empezando por el final y siguiendo en orden inverso, de modo que cuando la primera llega al final, la segunda llega al principio, en una especie de palindromo musical. Esta hazaña musical (y matemática) se ve complementada con la última pieza de la serie, el Canon perpetuo que al terminar puede volverse a comenzar una octava más arriba, ascendiendo, teóricamente, hasta el infinito.

Quizá se pueda aplicar a Bach la frase del matemático alemán, y su contemporáneo, Gottffried Leibniz, quien afirmó que “La música es un ejercicio aritmético oculto del alma, que no sabe que está contando”.

Pero si Bach no sabía que estaba haciendo matemáticas, las hizo extraordinariamente bien.

El temperado o afinación

Siguiendo los principios matemáticos pitagóricos que regían la música, los instrumentos como el clavecín y el órgano se afinaban o temperaban para tocar en un tono determinado, digamos Sol, y si había que interpretar una pieza en otro tono, digamos Re, era necesario volverlo a afinar. Si no se hacía esto, algunas notas sonaran mal porque sus intervalos no eran perfectos. Bach desarrolló un sistema de afinación igualando logarítmicamente los intervalos entre todas las notas de la escala, lo que permite afinar un instrumento de modo que pueda interpretar piezas en todos los tonos sin volver a afinarse. Es lo que se llamó el “buen temperamento”, ejemplificado precisamente en las obras de “El clavecín bien temperado”.

La marquesa que preguntaba

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Gabrielle Émilie Le Tonnelier de Breteuil, marquesa de Châtelet
(Imagen D.P. de pintor anónimo vía Wikimedia Commons)
Libre, fuerte, independiente, apasionada, rebelde, extremadamente inteligente y llena de preguntas. Es un resumen, si bien insuficiente, al menos básico para conocer a Emilie du Châtelet, una de las figuras relevantes de la Ilustración francesa: matemática, física, filósofa, lingüista y feminista.

Vista con una mirada simplemente frívola, lo más destacado de su vida fue una serie de aventuras amorosas que disfrutó con la complacencia o al menos la simulada ignorancia de su marido. Los años que fue amante de Voltaire bastarían para darle un lugar en la historia de esos años en los que el pensamiento se iba liberando de antiguas ataduras. Pero ella misma se rebeló contra esa fácil visión cuando le escribió a Federico el Grande de Prusia: “Juzgadme por mis propios méritos, o por la falta de ellos, pero no me veáis como un simple apéndice de este gran general o ese gran sabio, esta estrella que brilla en la corte de Francia o ese autor famoso. Soy, por mi propio derecho, una persona completa, responsable sólo ante mí por todo lo que soy, todo lo que digo, todo lo que hago”.

El camino que llevó a esa postura comenzó con el nacimiento de la hija del Barón de Breteuil el 17 de diciembre de 1706, en medio de la turbulencia de la revolución científica y, con ella, del pensamiento ilustrado. Su nombre completo fue Émilie le Tonnelier de Breteuil. El barón, su padre, que ocupó un puesto en la corte de Luis XIV, observó que su hija era extremadamente inquieta, interesada en cuanto le rodeaba y una fuente incesante de preguntas. La educó en latín, italiano, griego, alemán e inglés, y ella aprovechó a los amigos de la familia para expresar y desarrollar de modo autodidacta su pasión por las matemáticas.

La libertad que anhelaba pasaba por un buen matrimonio con un caballero que no le pusiera fronteras a sus intereses y gustos, y encontró al candidato ideal en el Marqués Florent-Claude de Châtelet-Lomont, con el que se casó en 1725 convirtiéndose así en marquesa. Ella tenía 19 años y él 34, y los diversos lugares donde vivieron, especialmente París, influyeron en los gustos estéticos y las pasiones intelectuales de la joven esposa. Tuvieron dos hijos en rápida sucesión y un tercero poco después que vivió apenas un año. Era 1734 y Emilie, además de cumplir con sus obligaciones como marquesa de Châtelet, había tenido una agitada vida sentimental por la que habían pasado al menos tres amantes, asunto por lo demás común en esa época para la gente de su posición social. Pero, además, había contratado a diversos sabios de la época para que le enseñaran matemáticas, y frecuentaba reuniones de intelectuales, matemáticos y físicos, como las llevadas a cabo en el café de Gradot que, sin embargo, tenía prohibida la entrada a mujeres. Emilie optó por vestirse como hombre y, aunque todos sabían quién era y no engañaba a nadie, le franquearon la entrada convirtiéndola en habitual de las reuniones, porque sus aportaciones siempre eran bienvenidas.

En 1733 había conocido a uno de los personajes fundamentales del pensamiento de la Ilustración, con el que inició una relación amorosa y con quien reanimóa sus intereses intelectuales y científicos, Voltaire, que se refirió a ella como “la mujer que en toda Francia tiene la mayor disposición para todas las ciencias”. Emilie y Voltaire se instalaron en una casa en Cirey, propiedad del marido de Emilie, quien aceptó la situación de buen grado, y se ocuparon de estudios científicos, especialmente las propuestas de Newton sobre la gravedad, que no eran aceptadas en la Francia que prefería a Descartes, quien rechazaba la existencia del espacio vacío y explicaba la atracción gravitacional como vórtices en el éter que todo lo llena. Voltaire y Emilie consideraban que la evidencia se inclinaba hacia la explicación de Newton, y dedicaron largo tiempo a estudiar el asunto. Ambos participarían independientemente (ella sin hacérselo saber a su amante) en un premio de la Academia de Ciencias sobre el fuego y su propagación, que finalmente fue ganado por el matemático Euler.

En 1738 se publicaban sus Elementos de la filosofía de Newton, una obra de divulgación de las ideas de Newton que pese a ser firmada sólo por Voltaire éste aclaraba en el prólogo que era una obra a cuatro manos con Emilie de Châtelet. Por entonces también se publicaba la traducción al francés de La fábula de las abejas, obra sobre moral de Mandeville donde la científica aprovechaba también el prólogo para establecer su reivindicación: “Siento todo el peso del prejuicio que nos excluye de manera tan universal de las ciencias; es una de las contradicciones de la vida que siempre me ha asombrado, viendo que la ley nos permite determinar el destino de grandes naciones, pero no hay un lugar donde se nos enseñe a pensar…”

Dos años después, Emilie du Châtelet publicaba su obra personal principal, Fundamentos de la física donde hace la defensa de la posición newtoniana con apoyo en Descartes y Leibniz. En ese libro, sin embargo, no sólo se dedica a asuntos eminentemente científicos, sino que presenta su propia visión sobre Dios, la metafísica y el método científico, junto con las reflexiones producto de su trabajo en el laboratorio que había instalado en Cirey, y donde también se situaba como una innovadora en cuanto a la defensa de las hipótesis como bases para el trabajo científico.

Por esos años se daría tiempo además para escribir su Discurso sobre la felicidad, una reflexión autobiográfica y moral sobre la naturaleza de la felicidad, especialmente de las mujeres.

Hacia 1747, Emilie había dejado su romance con Voltaire, pero no su amistad con él. Se había enamorado del Marqués de Saint-Lambert e intensificó el trabajo en un proyecto que le había ocupado muchos años: una detallada traducción al francés de la obra magna de Newton, los Principia mathematica, acompañada de abundantes comentarios algebraicos clarificadores de la propia traductora.

Nunca lo vería publicado. En 1749 quedó embarazada de su nuevo amante, aunque Voltaire la ayudó a convencer a su marido legítimo que él era el padre del futuro bebé. A los pocos días de nacer su cuarto hijo, Emilie du Châtelet murió inesperadamente el 10 de septiembre de 1749, con apenas 43 años de edad.

Voltaire escribió a un amigo, relatando el acontecimiento: “No he perdido a una amante, sino a la mitad de mí mismo, un alma para la cual parece haber sido hecha la mía.”

Diez años después se publicaba al fin la traducción de Emilie, que es hasta hoy la única traducción al francés de la obra cumbre de Newton. No ha hecho falta otra.

Si fuera rey…

“Si fuera rey”, escribió Emilie du Châtelet, “repararía un abuso que recorta, por así decirlo, a la mitad de la humanidad. Haría que las mujeres participaran en todos los derechos humanos, especialmente los de la mente.”

Cuando se inventaron las flores

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"Naturaleza muerta con 12 girasoles", óleo de Vincent Van Gogh
(Imagen D.P. de Bibi Saint-Pol, vía Wikimedia Commons)
Hace unos 125 millones de años, la vida dio un salto asombroso. Ya había plantas y animales, de hecho ya estaba establecido un orden ecológico bastante. Los dinosaurios dominaban la tierra y los mamíferos correteaban por allí esperando su oportunidad cuando apareció la primera flor.

No se trataba, por supuesto, de una flor como las que conocemos hoy, pero era una flor, sus estructuras, su forma, su función eran lo bastante distintos de la planta que le dio origen como para decir que la anterior no tenía una flor pero la descendiente sí contaba con los rudimentos de esta peculiar -y hermosa- estructura.

Esto es un poco como el viejo acertijo huevo y la gallina. Hoy sabemos que un animal que no era todavía una gallina puso un huevo del cual surgió un animal con un pequeño cambio que ya podríamos decir que era una gallina primitiva. Esto, resuelve el acertijo (el huevo fue primero), pero en realidad los rudimentos del cambio van apareciendo tan lentamente a lo largo de la evolución que no es sino una metáfora.

Así, el mundo que dominaban los dinosaurios carecía de flores. Las plantas a su alrededor que se reproducían mediante semillas (y no mediante esporas) eran “gimnospermas”, palabra de raíces griegas que quiere decir “semilla desnuda”. Se llaman así porque sus semillas se desarrollan al aire libre, en la superficie de la planta, que en ocasiones asume formas como las piñas de los pinos, que son algunas de las gimnospermas que aún existen.

Esa flor, o protoflor, es el ancestro común de todas las plantas con flores que conocemos en la actualidad: más de 400.000 especies con una asombrosa variedad en su aspecto y sus órganos: flores con simetría radial como la proverbial margarita, o con simetría bilateral como las orquídeas (que, por cierto, fascinaban a Darwin), o cuyos pétalos crecen siguiendo las exquisitas matemáticas de la secuencia de Fibonacci, como las rosas; con todos los colores que podemos ver y alguno que no podemos ver, como el ultravioleta, que sin embargo loa polinizadores como las abejas sí aprecian claramente, en diversos tamaños y con diversos grados de evolución que han ido separándose de ese misterioso diseño original de la primera planta con flores, que aún no conocemos.

Las plantas con flores se llaman “angiospermas”, es decir, cuyas semillas están contenidas en un espacio cerrado, el ovario de la planta. Esos ovarios son los frutos de la planta, y también tienen gran cantidad de formas según la estrategia que utilizan para esparcirse.

Cuando hablamos de “estrategia” es importante recordar que es una metáfora para resumir cómo el proceso evolutivo ha resuelto desafíos para continuar la vida. Así, el diente de león cuyos frutos desarrollan delicados paracaídas (llamados “vilanos”) tiene una “estrategia” para esparcir sus semillas mediante el viento. Si todas las semillas cayeran alrededor de la planta madre, competirían con ella y entre sí, y acabarían perjudicando sus posibilidades de sobrevivir. Las frutas usan la “estrategia” de ofrecer un alimento deseable a los animales, con semillas que no pueden digerir al comerlas y que se depositan en otro lugar, con las heces del animal, que además pueden ser útiles como abono.

Independientemente de que nos parezcan hermosas, las flores son ante todo estructuras prácticas. La flor es el aparato reproductor de las plantas angiospermas y sus frutos son el ovario maduro de la planta, en ocasiones con otros tejidos. Hay frutos secos, como las nueces, los cacahuetes o el trigo, y frutos carnosos como la manzana, la naranja, o el tomate. El fruto es el destino final, pues, de las flores.

Pero, en el principio, la flor tiene por objeto atraer a los polinizadores y para ello, de nuevo, emplean diversas estrategias. Las que son polinizadas por insectos generalmente tienen pétalos de colores brillantes y un aroma que atrae a abejas, mariposas, moscas y avispas, entre otros insectos. En cambio, las flores que son polinizadas por mamíferos como los murciélagos o algunas polillas tienen pétalos blancos y un olor muy fuerte, y las que son polinizadas por aves tienden a tener pétalos rojos y no suelen tener aromas.

La estructura básica de las flores implica cuatro órganos: los sépalos, hojas verdes alrededor de la base de la flor, los pétalos, los estambres o androceo, que producen los granos de polen, que son las células masculinas de las flores, y el gineceo, que incluye el ovario y el camino que lleva a él, el “estilo”. Los polinizadores atraídos por cualquiera de las estrategias de las flores depositan en el gineceo el polen de otras flores que han visitado y, al mismo tiempo, recogen el polen de la flor en sus patas, plumas, picos y otras partes del cuerpo, que llevarán a otras flores.

¿Por qué hacen esto los animales? A veces usan las flores como refugio o como lugar donde aparearse, pero en la mayoría de las ocasiones visitan las flores porque éstas producen el néctar del que se alimentan. Así, se crea una especie de complicidad a lo largo del tiempo, de cientos de miles y millones de años, entre algunos polinizadores y las flores que visitan.

Fue precisamente una flor la que dio la primera prueba sólida y predictiva de la teoría de la evolución. Debido a su pasión por las orquídeas, Darwin recibió en 1862 el obsequio de unos curiosos ejemplares procedentes de Madagascar: Angraecum sesquipedale, o la orquídea navideña, cuyo nectario tiene un cuello de una longitud enorme, de hasta 35 centímetros. ¿Cómo podría alimentarse un animal de ese nectario para funcionar como su polinizador? Darwin sugirió que, como otros polinizadores que evolucionaban conjuntamente con las flores de las que se beneficiaban, seguramente existía en Madagascar alguna polilla con una trompa excepcionalmente larga.

En 1907 se descubrió en Madagascar una polilla que se ajustaba a la predicción de Darwin, tanto así que en su nombre se incluyó la palabra “predicha” en latín: Xanthopan morgani praedicta. Aun ya teniéndola, no fue sino hasta 1992, 130 años después, que se observó que, efectivamente, esa enorme polilla se alimentaba de la orquídea navideña, confirmando la predicción de Darwin.

El ADN de las plantas

El origen de las plantas no empezó a comprenderse con claridad sino hasta 2013, al concluir el proyecto para la secuenciación del genoma del arbusto Amborella, el más antiguo ancestro común de las plantas actuales. Al comparar su secuencia de ADN con otras 20 se pudo determinar que hace alrededor de 200 millones de años las plantas que producían semillas experimentaron una duplicación genética, empezaron a tener el doble de genes que sus ancestros, lo que permitió que algunas estructuras de la planta se desarrollaran hasta crear las flores, con alrededor de 1180 genes nuevos que no están en otras especies de plantas.

Los vencedores de la difteria

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Emil von Behring, creador de la antitoxina de la difteria.
(Imagen D.P.  vía Wikimedia Commons)
La reaparición de la difteria en países donde estaba aparentemente ya erradicada ha disparado una profunda reflexión sobre los movimientos antivacunas y sus efectos en la salud individual y colectiva.

Hoy es necesario explicar qué es la difteria para poder hablar de esta enfermedad, que a fines del siglo XIX era temida pues se cobraba miles de vidas de niños todos los años, y en algunos casos provocaba epidemias como las muchas que azotaron a España, especialmente en 1613, “El año del garrotillo”.

“Garrotillo” significa “sofocación” y se daba este nombre a la difteria porque bloqueaba la respiración de sus víctimas debido a la aparición de un recubrimiento o pseudomembrana de color grisáceo en las mucosas del tracto respiratorio como resultado de la infección por parte de una bacteria, la Corynebacterium diphtheriae.

La pseudomembrana de la difteria está formada por subproductos causados por la propia bacteria por medio de una potente toxina que puede entrar al cuerpo y afectar gravemente a diversos órganos, incluidos los músculos, , el hígado, los riñones y el corazón.

Hipócrates describió la enfermedad por primera vez, hasta donde sabemos, en el siglo V aEC. Desde entonces, se intentó sin éxito combatir la enfermedad. Sus pacientes, sobre todo niños, recorrían el curso de la enfermedad y aproximadamente un 20% de los menores de 5 años y el 10% de los demás, niños y adultos, morían, mientras que otros quedaban afectados de por vida ante la impotencia de todos a su alrededor.

El primer paso para vencer a la difteria, que recibió su nombre definitivo apenas en 1826 a manos de Pierre Bretonneau, lo dio el suizo alemán Edwin Klebs en 1883, quien identificó a la bacteria causante de la enfermedad. Sólo un año después, el alemán Friedrich Loeffler aplicó los postulados que había desarrollado con Robert Koch para demostrar que efectivamente esa bacteria era la causante de la difteria.

Mientras se hacían estos estudios, otros médicos buscaban aliviar los síntomas que provocaban la muerte de sus pacientes, principalmente la asfixia provocada por el bloqueo de las vías respiratorias debido a la pseudomembrana. Para combatirla, se hizo primero común la práctica de la traqueotomía (cortar la tráquea para que el aire pase directamente hacia ella y a los pulmones) y en 1885 se empezó a difundir la técnica de la intubación para mantener abiertas las vías respiratorias. Su creador, el estadonidense Joseph P. O’Dwyer moriría, por cierto, de lesiones cardiacas provocadas por la difteria de la que se contagió en el tratamiento de sus jóvenes pacientes.

Los franceses Émile Roux, que durante mucho tiempo había sido la mano derecha de Louis Pasteur, y Alexandre Yersin trabajaron sobre esta base y demostraron que la bacteria no entraba al torrente sanguíneo, pero sí lo hacía la toxina que producía y que, aún sin la presencia de la bacteria, la sustancia bastaba para causar difteria en animales experimentales. Esto abrió el camino para que el japonés Shibasaburo Kitasato y el alemán Emil von Behring diseñaran un sistema para tratar la toxina de modo tal que provocara la inmunidad en animales. El suero sanguíneo de esos animales, que contenía la antitoxina de la difteria, podía entonces utilizarse para curar esa enfermedad en otro animal. Émile Roux, que confirmó los experimentos de los anteriores, fue el primero que aplicó la antitoxina a grandes cantidades de pacientes, tratando a 300 niños franceses en 1894.

La difteria era curable. O al menos controlable. La antitoxina no revierte los daños ya causados, pero sí impide que la toxina siga haciendo estragos, de modo que un tratamiento temprano era mucho mejor que uno tardío. El procedimiento de creación de antitoxinas se utilizaría pronto para tratar otras enfermedades mortales provocadas por bacterias, como la fiebre tifoidea, el cólera y la septicemia.

Liberar a la humanidad del dolor y desesperación causados por la difteria dio a sus vencedores el primer Premio Nobel de Medicina o Fisiología, otorgado en 1901, en la persona de Emil Adolf Von Behring aunque, para muchos, debió haberlo recibido de modo compartido al menos con Yersin y Roux.

Una vacuna que impidiera que se contrajera la enfermedad era el siguiente paso. Pero las vacunas para las afecciones provocadas por bacterias no son iguales que las que se utilizan para las enfermedades virales, donde una proteína del virus, una parte de mismo o todo el virus debilitado o muerto se inoculan para que el sistema inmune “aprenda” a producir defensas que utilizaría en caso de verse sometido a una infección. En el caso de las bacterias, las vacunas se hacen con frecuencia utilizando “toxoides”, que son formas o versiones modificadas de la toxina causante del trastorno.

La vacuna contra la difteria sólo se pudo hacer realidad tiempo después, gracias a que el británico Alexander Thomas Glenny descubrió que podía aumentar la eficacia del toxoide diftérico tratándolo con sales metálicas que aumentaban tanto su efectividad como la duración de la inmunidad que podía impartir. Estas sales se llaman coadyuvantes, y por desgracia hoy son satanizadas por la ignorancia de quienes se oponen a las vacunas afirmando, sin prueba alguna, que causan efectos graves, suficientes como para preferir el riesgo de que un niño muera de alguna enfermedad prevenible.

Desde la introducción de la vacuna contra la difteria, los casos cayeron dramáticamente. Así, entre 2004 y 2008 no hubo casos de difteria en Estados Unidos, y los niños españoles estuvieron libres de ella durante casi 30 años, hasta que en 2015 se produjo un caso desgraciadamente mortal.

La vacuna contra la difteria, se suele aplicar en una vacuna triple con el toxoide tetánico y la vacuna contra la tosferina, dos afecciones tan aterradoras como la difteria. La vacuna se conoce como Tdap o Dtap y se aplica en 4 o 5 dosis a los 2, 4, 6 y 15 meses de edad para garantizar una protección fiable.

Postulados de Koch

Un paso fundamental en el desarrollo de la teoría de los gérmenes patógenos que dio origen a la medicina científica fueron los cuatro pasos identificados por Robert Koch y Friedrich Loeffler para identificar al microbio responsable de una afección:

  1. El microorganismo debe estar presente en todos los casos de la enfermedad.
  2. El microorganismo se puede aislar del anfitrión enfermo y cultivarse de modo puro.
  3. El microorganismo del cultivo puro debe causar la enfermedad al inocularlo en un animal de laboratorio sano y susceptible.
  4. El microorganismo se se debe poder aislar en el nuevo anfitrión infectado y se debe demostrar que es el mismo que el que se inoculó originalmente.

El paso 3 tiene como excepción la de los individuos que pueden estar infectados con un patógeno pero no enfermar, los llamados portadores asintomáticos.

La agitada vida de Primo Levi

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Primo Levi en 1950, cinco años después de sobrevivir su
prisión en Auschwitz. (Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
“No hay nada más vivificante que una hipótesis” dice Primo Levi en “Níquel”, el cuento que relata su graduación como químico de la Universidad de Turín y sus memorias de la Segunda Guerra Mundial.

En 2006, The Royal Institution de la Gran Bretaña determinó mediante votación pública que el mejor libro de ciencia jamás escrito, al menos hasta ese momento, era La tabla periódica, del químico italiano Primo Levi. Los finalistas, que habían sido seleccionados por diversas personalidades de distintas especialidades, habían sido además El anillo del rey Salomón del etólogo Premio Nobel Konrad Lorenz, Arcadia de Tom Stoppard y El gen egoísta del también etólogo británico Richard Dawkins.

La tabla periódica no es un ensayo ni una obra de divulgación al uso. Es una colección de cuentos cortos. 21 relatos que tienen cada uno a un determinado elemento químico como su pretexto y que, además de narrar las características de dicho elemento, sus compuestos, sus propiedades y peculiaridades, cuenta historias apasionantes y humanas, algunas de fantasía heroica, otras de cotidianidad, amor, amistad, familia, método experimental... un libro que cuarenta años después de su publicación (1975) sigue siendo una joya de la literatura y de la aproximación a la ciencia.

Probablemente en otro tiempo, en otro lugar, Primo Michele Levi habría sido solamente un químico industrial apasionado con su disciplina, se habría limitado a trabajar en una empresa y se habría jubilado satisfecho de una labor bien realizada durante tres o cuatro décadas. Ciertamente, no habría tenido las experiencias que lo llevaron a escribir La tabla periódica.

Pero las circunstancias de su vida lo llevaron a ser, además de químico industrial, partisano, poeta... y uno de los más conocidos supervivientes del campo de exterminio de Auschwitz... sin todo lo cual su libro sobre los elementos químicos no habría sido escrito nunca.

Primo Levi nació en Turín, Italia el 31 de julio de 1919, el primogénito de una familia no creyente, liberal e ilustrada, con ancestros judíos sefarditas. Entre su nacimiento y el de su hermana, en 1925, Italia había pasado a ser gobernada por el fascismo de Benito Mussolini, que había fundado su movimiento el mismo año del nacimiento de Primo y se había erigido en dictados absoluto cuando nació su hermana Anna Maria.

En 1938, el gobierno fascista promulgó el decreto de la ley racial, que restringía los derechos civiles de los judíos y los excluía de los puestos públicos y de la educación superior. Pero como el joven Primo Levi se había matriculado en química en la Universidad de Turín en 1937, la interpretación de la ley racial determinó que no era retroactiva, y los alumnos inscritos antes de que se promulgara pudieron continuar con sus estudios... pero con el estigma de su origen familiar.

Mussolini declaró la guerra a los aliados en 1940, consolidando su alianza con Hitler, y pronto empezaron los bombardeos aliados en territorio italiano, incluida, por supuesto, la ciudad de Turín. Primo Levi, entre los destrozos de la guerra, se licenció con honores en química en 1941. Pero el título le valía de poco para ganarse la vida porque en él venía inscrita la indicación de que era judío. Fue necesario que falsificara documentos para conseguir un empleo en una mina en el norte de Italia. Volvió a Turín en 1943 a la muerte de su padre, para huir de inmediato con su madre y su hermana hacia el norte de Italia.

En 1943, la persecución contra los judíos alcanzaba su punto más alto mientras el liderazgo italiano se desmoronaba. Los aliados habían invadido Sicilia y se preveía un desembarco en la Italia continental. Los desastres militares en el Norte de África habían debilitado políticamente a Mussolini, que fue depuesto ese mismo año, después de lo cual rápidamente Italia firmó un armisticio con los aliados. La reacción del hasta poco antes aliado Hitler fue inmediata: invadir el norte de Italia.

El mismo día del armisticio, el químico huyó a Torino, y poco después se unió al movimiento de resistencia armada “Justicia y libertad”. Su aventura como guerrillero antifascista duró apenas dos meses. En diciembre fue arrestado por la milicia fascista y, siendo judío, en lugar de ser fusilado como partisano de izquierdas fue entregado a los nazis y, en febrero de 1944, deportado a Auschwitz, donde sobrevivió echando mano de sus habilidades profesionales y personales hasta que el campo fue liberado por el Ejército Rojo soviético en enero de 1945. Después de un largo periplo europeo, en octubre de ese año consiguió volver a Turín, al mismo piso en el que había nacido.

Comenzaba entonces otra odisea: conseguir empleo en un país en difícil reconstrucción. Mientras buscaba colocarse en alguna empresa como ingeniero químico, Levi empezó a contar historias de Auschwitz y en 1946, con apenas 27 años de edad, descubrió su segunda vocación, la literatura, primero en la forma de poemas relacionados con su experiencia en el más famoso campo de exterminio del delirio nazi. Para cuando se empleó como director técnico de una empresa química en Turín y se casó, descubrió que ya no podía dejar su segundo oficio y, a partir del libro Si esto es un hombre de 1947, publicaría un total de 14 libros de memorias, cuentos (incluidos dos de ciencia ficción originalmente escritos bajo seudónimo), poemas y novelas, siempre impulsado por la convicción de que tenía la obligación de dar testimonio de la bajeza humana y de la grandeza que la enfrenta. Todo, además, desde el punto de vista de un no creyente religioso, un ateo confeso. Siguió trabajando en empresas químicas, incluso llevando un tiempo la suya propia, hasta 1977, cuando se retiró, con 58 años, para dedicarse sólo a escribir.

En 1987, reconocido como autor pero rechazado por algunos de sus protagonistas como los soviéticos, que se negaban a publicarlo en ruso, Levi trabajaba en un nuevo libro de relatos que enlazaba la química con historias humanas El doble enlace, referido al enlace químico de cuatro electrones. Nunca lo terminaría. El 11 de abril de 1987, después de recibir el correo en su piso de Turín, el mismo en el que había nacido, cayó por el hueco de la escalera desde la tercera planta y murió. Oficialmente, su muerte fue un suicidio, aunque muchos a su alrededor han puesto la determinación en duda y consideran más viable que su caída fuera un accidente.

Levi en rock

En 1990, el grupo anarcopunk Chumbawamba, escribió y grabó la canción “El testamento de Rappoport - Nunca me di por vencido”, canción inspirada en el cuento “Capaneo” de Primo Levi, sobre un personaje que afirma que, pese a la humillación y al hambre, Hitler no lo había vencido. Levi está también presente en la música e imágenes de Manic Street Preachers y Peter Hamill (de Van de Graaf Generator).

Usted no tiene cinco sentidos

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"Alegoría de los cinco sentidos", de Jan Lievens (1607-1674), pintor holandés.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Pocas observaciones sobre nosotros mismos está tan arraigada como la de que tenemos cinco sentidos que conectan nuestro mundo subjetivo, nuestra cognición, nuestra memoria y nuestra personalidad con el mundo exterior. Esta idea procede del libro De anima (Del alma) de Aristóteles, en donde especulaba sobre el origen del alma, las sensaciones, las emociones y los sentidos, que idzezntifica como el tactoz, la vista, el oído, el olfato y el gusto, y dedicaba uno de los capítulos a argumentar por qué no podía haber más que cinco sentidos.

Aristóteles se equivocaba, nada extraño cuando sus especulaciones carecían del método autocorregible de la ciencia. La realidad resulta mucho más complicada.

Fue apenas en el siglo XIX cuando se empezó a estudiar el sentido del equilibrio, es decir, el que nos permite darnos cuenta de nuestra posición respecto de la atracción gravitacional del planeta o respecto de cualquier aceleración (como ocurre cuando un tren en el que viajamos toma una curva). Basta este sentido del equilibrio, del que son responsables los llamados “canales semicirculares” de nuestro oído interno, para ambas tareas. Así que al arsenal comentado por el griego se suma un “sexto sentido”. No uno sobrenatural, místico o paranormal como han pretendido algunos, sino uno perfectamente natural y sin el cual no podríamos siquiera ponernos de pie para caminar. Su nombre: “equilibriocepción”.

Pero hay más.

Para conocer al séptimo (en un orden totalmente arbitrario, por supuesto) mantenga cerrados los ojos y deje caer los brazos a sus costados para después levantar las manos y unirlas ante usted. Siga con los ojos cerrados y ahora una las manos a sus espaldas.

Asombrosamente, usted sabe en todo momento dónde están sus manos y puede controlarlas para unirlas sin verlas. Una red de receptores nerviosos por todo nuestro cuerpo nos informa constantemente dónde está cada parte de él en las tres coordenadas espaciales, sin tener que ver, como los giroscopios de un avión o una nave espacial. Usted puede, con los ojos cerrados, tocarse una oreja, la rodilla o incluso encontrar con un dedo otro de la otra mano. El sentido se llama “propiocepción” y el bueno de Aristóteles no alcanzó a imaginarlo pese a que lo utilizó obviamente con éxito toda su vida.

El truco, si lo pensamos un poco, es asombroso, casi mágico: saber dónde estamos no sólo sin ver, sino empleando sensores remotos. Esos sensores están acompañados de otros, los “tensoceptores” que nos dicen cuando un músculo está en tensión, incluso si no cambia de posición. De nuevo, cierre los ojos y tense un músculo, como el bíceps, y percibirá el hecho con ese sentido adicional.

Sigamos añadiendo sentidos.

Cuando el que fuera tutor de Alejandro Magno habló del “tacto”, en realidad estaba haciendo una tremenda sobresimplificación respecto a las capacidades sensoriales de nuestra piel, que en realidad es capaz de hacer varias formas diferenciadas de percepción con distintos receptores nerviosos. Podemos conocer, a través de ella, la textura de una superficie u objeto: rugosa, lisa, suave, áspera… pero también percibimos la presión que distintos objetos ejercen sobre nosotros, también nuestra piel nos informa de la temperatura de todo con lo que entra en contacto, el sentido llamado “termocepción”.

De manera especialmente importante tenemos el sentido de la “nocicepción”, la percepción del dolor, el sistema de alarma de nuestro cuerpo del que puede depender nuestra vida, y uno al que solemos darle menos relevancia, la “pruricepción” o percepción del prurito, y que en palabras sencillas significa la percepción de la comezón.

Así, rápidamente hemos desdoblado el tacto en cinco sentidos claramente diferenciados, uno de los cuales además está presente en prácticamente todo nuestro cuerpo: la percepción del dolor. Distintos tipos de dolor en distintos lugares del cuerpo nos envían señales que sabemos diferenciar para obtener información importante sobre lo que está pasando con nosotros.

Por supuesto, el número de sentidos que contemos en nuestro complejo sistema nervioso depende de cómo definamos “sentido”, lo que es bastante más complejo de lo que parece a primera vista: ¿llamamos sentido a la percepción que hace un órgano o a lo que registran distintos tipos de receptores nerviosos? En este último caso, por ejemplo, el gusto se dividiría en varios sentidos más: la percepción de lo dulce, lo salado, lo amargo, lo ácido y lo umami o “sabroso”, identificado apenas en las últimas décadas. Pero si hacemos eso, nuestro olfato sería literalmente cientos, acaso miles de sentidos, pues cada aroma distinto activa diferentes receptores.

Por otro lado, aún sin sensores u órganos específicos, tenemos otros sentidos que sin duda son importantísimos para la vida: el de la sed, el del hambre, el de la necesidad de orinar o de defecar, el de los ojos irritados cuando tenemos que dormir, el del sueño mismo…

Es claro que lo que al estagirita (como se conocía a Aristóteles por su ciudad de nacimiento) le parecía asunto simple, sencillo y concluido en unas cuantas páginas resulta un universo de vasta complejidad donde los neurocientíficos apenas están incursionando para saber no sólo qué es lo que percibe nuestro encéfalo, las rutas mediante las cuales adquiere información del mundo exterior e incluso de sí mismo, sino cómo es que se activa cada receptor, qué vías siguen las fibras nerviosas que conducen sus impulsos y qué partes de nuestro encéfalo son las encargadas de tomar esas reacciones y cómo las convierten en eso que sentimos en nuestro mundo subjetivo. Incluso podría ser que, como las aves, tuviéramos la capacidad de detectar el campo magnético terrestre o, como otros animales, percibir así fuera de modo no consciente las feromonas u hormonas olfativas que transmiten información sexual.

El error de Aristóteles, repetido por sus seguidores durante cientos y cientos de años, y su certeza inamovible se han convertido, algo siempre bueno en ciencia, en una vasta matriz de interrogantes e incertidumbres apasionantes.

Otros mitos del sistema nervioso

Es todavía común creer que utilizamos únicamente el 10% de nuestro cerebro, tanto así que una reciente producción de Hollywood se basa en esa idea. Sin embargo, en realidad usamos –y necesitamos- el 100% de todo nuestro encéfalo, y podemos verlo todo en acción gracias a los nuevos sistemas de imágenes que nos muestran bajo qué condiciones se activan sus diversas zonas. El daño a cualquier parte de nuestro encéfalo nos afecta demostrando que todas son indispensables. También se suele pensar que nuestra memoria es un registro preciso de la realidad, como una grabación de vídeo, cuando es en realidad una reconstrucción continua, poco fiable y fácil de modificar, de los acontecimientos del pasado.

Mujeres en la ciencia

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Como parte de la celebración del Día de la Mujer en la Ciencia hoy 11 de febrero, el blog colectivo Naukas ha preguntado a científicos y divulgadores sobre sus científicas favoritas.

A lo largo de los años, he escrito para "Territorios de la cultura" de El Correo y publicado en este blog varias biografías de científicas destacadas, desde la farmacóloga y Premio Nobel Gertrude B. Elion hasta la paleontóloga autodidacta Mary Anning; desde la astrónoma y descubridora de cometas Caroline Herschel, hasta la cosmóloga Cecilia Payne-Gaposchkin, que determinó que el hidrógeno es el elemento principal del universo. Hemos contado los logros de Barbara McClintock, revolucionaria de la genética, los de la muy reconocida física Marie Curie y los de la menos mencionada figura de la Ilustración Emilie du Châtelet, de la física Lise Meitner, descubridora de la fisión nuclear, y de la malograda Rosalind Franklin, cuya muerte impidió que recibiera el Nobel como codescubridora del ADN.

Nota en portada de The Washington Post del 15 de julio de 1962, informando
de que el heroísmo de Frances Oldham Kelsey había impedido, pese a muchas
presione, que llegara al mercado la talidomida. El escepticismo gana...
Pero mi favorita, si tuviera que elegir una, sería Frances Oldham Kelsey, farmacóloga cuyo rigor y determinación impidieron que se comercializara la talidomida en los Estados Unidos, pues consideraba que no se podía autorizar el medicamento sin estudios en mujeres embarazadas. Su firmeza ante las presiones que le exigían ceder no sólo salvó a miles de sufrir los defectos congénitos causados por el uso de la talidomida durante el embarazo, sino que cambió para siempre las normas, exigencias y regulaciones sobre la autorización de medicamentos.

El hashtag, por cierto, que se está utilizando es #WomenInSTEM, mujeres en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.

Un Nobel de luz LED

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"Proyección sobre una superficie de tres colores con componentes LED RGB" de Viferico.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)

De pronto, su casa, su ciudad, su mundo se han llenado de lámparas que utilizan LED. La historia de estos pequeños y eficaces productores de luz explica por qué.

El mundo está enamorado de las luces LED. Las tiene en la iluminación de las casas, en los faros de automóviles, en semáforos y anuncios luminosos. En relativamente poco tiempo ha sustituido a las formas de iluminación comunes creadas por el hombre. Son eficientes, resistentes y seguras.

Las bombillas incandescentes clásicas, como la de Thomas Alva Edison, calientan un filamento de tungsteno a altas temperaturas para que, al no poderse quemar por la falta de oxígeno (al estar al vacío o llena de algún gas) emite luz como producto de ese calor, del mismo modo en que lo hace un hierro al rojo vivo. Es por ello que las bombillas tradicionales producen una gran cantidad de calor, que no es sino energía desperdiciada que no se ha convertido en luz.

Las luces fluorescentes, en cambio, contienen un gas noble como el argón o el neón, más una minúscula cantidad de mercurio. El gas se estimula con electricidad, se agita y produce una radiación ultravioleta invisible, que choca contra las paredes de fósforo de la lámpara y produce una luz visible. Estas lámparas emiten menos calor y son, por tanto, más eficientes en el uso de la electricidad, aunque presentan problemas de contaminación por mercurio.

LED son las iniciales en inglés de diodo emisor de luz. Estos diodos producen luz directamente como respuesta al paso de la corriente eléctrica, en un fenómeno llamado electroluminiscencia. Un diodo es un componente electrónico formado por dos electrodos y un material semiconductor. En el caso de los LED, lo común es utilizar como semiconductores a elementos conocidos como tierras raras como el galio o el selenio. Al convertir la electricidad en luz directamente, producen una cantidad muy pequeña de calor, lo cual además de ser fuente de eficiencia permite que los diodos tengan una duración muy superior al no sufrir degradación por las altas temperaturas.

La electroluminiscencia fue descubierta en el año 1907 por Henry Joseph Round, pionero de la radio y asistente de Guiglielmo Marconi. Al pasar una corriente por una pieza de carburo de silicio, observó que éste emitía una tenue luz amarillenta. Independientemente, el inventor ruso Oleg Losev observó el mismo fenómeno en 1920. Pero el resplandor de esta primera sustancia electroluminiscente era demasiado débil como para ser de alguna utilidad y quedó solamente anotado como curiosidad.

Fue en la década de 1950 cuando empezó la exploración a fondo de los semiconductores, a partir de la invención del transistor, que permitió los primeros pasos para la miniaturización de aparatos como radiorreceptores y televisores, además de abrir la posibilidad de ordenadores prácticos.

Como resultado, en 1961, Robert Baird y Gary Pittman inventaron el primer LED infrarrojo. Ese primer paso todavía está presente en nuestros hogares, ya que los diodos emisores de infrarrojos se utilizan para transmitir la información de los mandos a distancia a aparatos como los televisores o los equipos de sonido. Un año después, Nick Holonyak Jr., considerado el verdadero padre de esta tecnología, creó el primer LED que emitía luz visible, roja, utilizando un compuesto de galio. Más adelante consiguió producir un LED que emitía luz láser.

Los LED de color rojo brillante serían los primeros que vería el público en general, en las pantallas de las primeras calculadoras y relojes digitales lanzados al mercado desde 1971 y durante toda la década, dispositivos en los cuales grupos de LED rojos daban forma a los números.

Durante los siguientes años, los LED de luz visible fueron subiendo a lo largo del espectro electromagnético. Si habían comenzado en el infrarrojo y el rojo, su carrera siguió con el desarrollo del primer LED amarillo en Monsanto en 1972, al que siguió el LED violeta ese mismo año, creado en los laboratorios de la RCA. Y en 1976, se desarrolló el primer LED de alta eficiencia y gran potencia que se utilizaría en las comunicaciones de fibra óptica.

Pero los LED seguían siendo una curiosidad para la gente en general hasta que en 1979, los investigadores japoneses Isamu Akasaki, Hiroshi Amano y Shuji Nakamura consiguieron por fin uno que emitiera luz de un color azul brillante. Este logro les mereció ser reconocidos con el Premio Nobel de Física en 2014. ¿Por qué era tan importante este logro comparado con los demás de la historia de este tipo de iluminación?

Por motivos de física, es imposible tener un LED que ofrezca luz blanca, que como sabemos está formada por una mezcla de todos los colores del espectro visual, de todas sus frecuencias. Cada compuesto de estos diodos sólo puede emitir luz en una frecuencia determinada. Se puede obtener luz blanca encendiendo tres LED, rojo, azul y verde, y a cierta distancia el ojo humano interpretará la suma de ellos como luz blanca, del mismo modo en que lo hacen los puntos de un televisor. Sin un LED azul, es imposible conseguir esta ilusión que, como vimos ,se emplea en enormes pantallas de televisión o vídeo como las que se pueden ver en Tokio o Nueva York.

Pero la luz LED azul de estos investigadores tenía además la capacidad de excitar al fósforo para que emitiera luz blanca, de modo similar a como lo estimula el gas de una lámpara fluorescente. Un LED azul recubierto por dentro de fósforo emite una brillante luz blanca, que es la que nos gusta tener pues es la que imita a la luz solar con la cual evolucionaron nuestros ojos y con la que mejor vemos.

A partir del LED azul, esta tecnología pudo al fin invadir nuestros hogares y ciudades como una opción altamente conveniente. Para obtener la misma cantidad de luz, un grupo de LED sólo necesita el 20% de la electricidad que las bombillas incandescentes. Su mantenimiento es barato, son muy seguros al utilizar poca tensión, y al ser direccionales disminuyen la contaminación lumínica de los cielos, y al no contener mercurio u otros productos peligrosos son mucho menos contaminantes.

Y, lo más interesante, muchos científicos ven a la luz LED como apenas el primer paso en la creación de un nuevo universo de iluminación mediante semiconductores. Las nuevas luces LED pronto podrían ser cosa del pasado.

El siguiente paso: OLED

En 1987 nació la tecnología llamada OLED, que ya está presente en muchas pantallas de diversos dispositivos. La “O” indica que el diodo emisor de luz tiene entre los dos electrodos una película de un compuesto orgánico, es decir, basada en el carbono en el sentido de la química orgánica, no de que provenga del mundo vivo, como pueden ser polímeros similares al plástico. Los OLED prometen hacer realidad, entre otras cosas, pantallas de vídeo flexibles, eficaces, brillantes y a precios muy bajos.

Simetrías y seres vivos

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Simetría Impresionante de un lirio del Parque Portugal (Lagoa do Taquaral).Campinas/SP-Brasil de Giuliano Maiolini (Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Uno de los aspectos más notables de los seres vivos, de nosotros mismos, es que nuestros cuerpos son simétricos de distintas maneras, al menos en el exterior.

La simetría es la cualidad de un objeto de ser igual después de una transformación. Aunque quizá esa definición matemática merece aclaración. Por ejemplo, si reflejamos con un espejo la mitad derecha de un mamífero, veremos que es casi idéntica que su mitad izquierda. Es una simetría de reflexión o bilateral, que podemos ver con mucha claridad en nuestras manos: la derecha es como el reflejo en un espejo de la izquierda.

La simetría es una solución que con frecuencia aparece en la naturaleza como una forma económica de adaptarse a su medio en cuanto a su aspecto externo, aunque la disposición de sus órganos internos no siempre sea igualmente ordenada: nuestros hemisferios cerebrales, por ejemplo, son simétricos, pero no así nuestro aparato digestivo o nuestro corazón. En el caso que usamos como ejemplo, la simetría bilateral es la más visible a nuestro alrededor: los mamíferos, las aves, los peces, los insectos, los reptiles, los anfibios tienen un lado derecho y un lado izquierdo. Pese a ello, no es la única forma de simetría que exhiben los seres vivos, animales y vegetales. Para entenderlo, debemos remitirnos a los inicios de la vida en nuestro planeta.

Hasta donde sabemos, la vida en nuestro planeta apareció hace unos 3.800 millones de años en la forma de seres unicelulares, que vivieron sin demasiados sobresaltos hasta hace Unos 1.000 millones de años, cuando hicieron su aparición unos organismos unicelulares distintos, llamados coanoflagelados, es decir, que para moverse usaban un flagelo o cola. Lo que los hacía distintos era que, en ocasiones, se reunían formando colonias llamadas “sphaeroecas” o “casas esféricas”. Hay evidencias que permiten suponer que estas colonias son los ancestros de los animales multicelulares que aparecerían hace 700 millones de años.

Una esfera tiene en sí varias formas de simetría. Es bilateralmente simétrica: si marcamos un eje a lo largo de su mitad, el lado derecho es el reflejo del izquierdo. Es también simétrica alrededor de un eje central, lo que se conoce como simetría radial. Y los primeros seres multicelulares asumieron, de modo esperable, una simetría radial. De hecho, a ellos y a sus descendientes se les conoce genéricamente como “radiata”, animales radiales. Los que conocemos actualmente son los celenterados, denominación que incluye a las medusas y a los pólipos.

Hace 530 millones de años ocurrió una verdadera revolución en la historia de la vida, que se conoce como la “explosión cámbrica”, por la era geológica en la que se desarrolló. La lenta evolución que había transcurrido hasta entonces se vio sacudida por el surgimiento, en un breve tiempo desde el punto de vista geológico, entre cinco y diez millones de años, de los principales linajes de la vida que conocemos actualmente multiplicando súbitamente la variedad de las formas de vida. Surgieron entonces los primeros animales con conchas (moluscos como los mejillones, los caracoles o las lapas), los que disponían de exoesqueletos (como los trilobites, ancestros por igual de gambas, cangrejos, arácnidos e insectos), los equinodermos (estrellas de mar, erizos de mar, pepinos de mar), los cordados (ancestros de todos los animales con columna vertebral: peces, aves, reptiles, anfibios y mamíferos) y los gusanos, además de que se multiplicaron las plantas y hongos.

Algunos de estos animales tienen simetría bilateral y otros radial, y sólo hay un animal, el más primitivo que sobrevive hasta nuestros días, cuyo cuerpo es totalmente asimétrico: la esponja.

Pero si la simetría radial tuvo claramente poco éxito en la evolución de los animales después de la explosión cámbrica, ello no ocurrió con las plantas y hongos, donde la simetría radial está presente de manera mucho más común. Los tallos y troncos, así como la gran mayoría de las flores y muchísimos frutos, exhiben simetría radial, mientras que la simetría bilateral está presente en las hojas, algunos frutos, en muchas semillas y en flores como las orquídeas. Incluso podemos ver simetría esférica en muchas formas de polen.

Las flores a su vez suelen tener, salvo algunas excepciones, 3, 5, 8, 13, 21, 34 o 55 pétalos. Estos números forman la llamada “serie de Fibonacci”, donde cada número es resultado de la suma de los dos anteriores (el siguiente, claro, sería 34+55=89). Esta serie de números está además estrechamente relacionada con la proporción áurea o número “phi”, 1.618... que es como “pi” un número irracional porque es infinito. Ese número está estrechamente relacionado con otras formas de la simetría como las espirales de las conchas de los caracoles o los nautilus, o las que forman las semillas en flores como el girasol. También las hojas de las plantas o las ramas de los árboles aparecen en forma de una espiral regida por la secuencia de Fibonacci.

El sistema nervioso, incluso el humano, parece haber evolucionado desarrollando una sensibilidad especial a la simetría. Los neurocientíficos y los biólogos evolutivos señalan que la mayoría de los objetos biológicamente relevantes (los seres de nuestra especie, los depredadores y las presas) son simétricos, es razonable pensar que la atención a la simetría sirva como un sistema de advertencia de lo que es importante en nuestro entorno.

Los estudiosos de la muy reciente disciplina de la neuroestética, o estudio científico de la belleza, han observado que la simetría es esencial para que muchas cosas nos parezcan hermosas. El reconocido neurocientífico Vilayanur S. Ramachandran, considera a la simetría una de las ocho características que hacen que algo nos resulte estéticamente placentero. De hecho, se ha demostrado experimentalmente que diversos animales, incluidos los humanos, prefieren a parejas con rasgos simétricos por encima de las que muestran asimetría. Y esta tendencia es innata, no aprendida.

Quizá lo más asombroso es que la simetría del mundo vivo parece reflejar la que encontramos en el universo físico, de moléculas a cristales hasta las majestuosas espirales de las galaxias. El misterio que queda por resolver es si ambas están interconectadas de alguna forma.

Nuestra percepción

Hay otras formas de simetría que podemos ver en la naturaleza, como la de papel tapiz, donde un patrón se repite una y otra vez, tal como vemos en un panal de abejas o en la piel de algunas serpientes, o . Pero probablemente la más compleja es la simetría fractal, como la que podemos ver en el brécol romanescu.

Los fractales, en geometría, son formas complejas donde cada parte de un objeto tiene, en tamaños progresivamente más pequeños, el mismo patrón geométrico que se va repitiendo, teóricamente hasta el infinito.

La anestesia y la lucha contra el dolor

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The first use of ether in dental surgery, 1846. Ernest Board. Wellcome V0018140.jpg
El primer uso del éter como anestésico en cirugía dental, a cargo de W.T.G. Morton en 1846.
(Pintura al óleo de Ernest Board, vía Wikimedia Commons.)
Hubo una época en que una de las habilidades más apreciadas de los cirujanos era su rapidez. Por ejemplo, Dominique Jean Larrey, médico del ejército de Napoleón que participó en 25 campañas militares, llegó a poder amputar una pierna por encima de la rodilla en tres minutos y desarticular un hombro en 17 segundos.

¿Qué valor tenía eso? Que los soldados a los que atendía el ágil Larrey se sometían a sus cuchillos y sierras sin anestesia.

Y esto se aplica a toda la historia de la cirugía, a, a los cirujanos de la Roma imperial que ya hacían operaciones para las cataratas y a todos los demás cirujanos en todo el mundo, en todas las culturas.

O, para ser precisos, se aplica a los pacientes de todos estos cirujanos, que durante la mayor parte de la historia tuvieron recursos limitados para controlar el dolor, como la compresión de la arteria carótida en el cuello con la que los antiguos egipcios hacían perder la conciencia a los adolescentes a los que les practicaban circuncisiones. Otros sistemas del pasado fueron los vapores de cannabis usados en la India desde 600 años antes de la era común, acompañados con acónito en China o con opio en las culturas árabes. El vino y después los licores fueron también analgésicos de uso común. Y en el siglo XIII en Italia se usaban opio y mandrágora.

Pero ninguna de estas impedía del todo que la cirugía exigiera, además de destreza y rapidez, la ayuda de personal con gran fuerza física para retener al paciente que solía exigir que el procedimiento se detuviera en cuanto sentía dolor. Los cirujanos aprendieron también a ignorar los gritos de los pacientes.

Un escenario que nada tiene que ver, por supuesto, con un moderno quirófano donde un especialista realiza desde operaciones rutinarias hasta complejísimos procedimientos sobre un paciente plácidamente desconectado de la realidad gracias a la anestesia.

El camino hacia la anestesia moderna se emprendió a fines del siglo XVIII, cuando Joseph Priestley, uno de los descubridores del oxígeno, logró producir óxido nitroso. A principios del siglo siguiente otro químico, Humphrey Davy, como parte de su trabajo investigando las propiedades de distintos gases, empezó a experimentar con el creado por Priestley. A falta de sujetos de investigación, Davy era su propio conejillo de indias. Así, según un observador, aspiró 4 galones de óxido nitroso en un período de 7 minutos y quedó “completamente intoxicado”.

Los experimentos de Davy no dieron frutos sino hasta 1844, cuando Gardner Colton, que daba exhibiciones científicas, mostró en Connecticut cómo un hombre que aspiraba óxido nitroso podía golpearse la espinilla sin sentir dolor. Entre el público estaba el dentista Horace Wells, que lo invitó a un experimento en su consultorio. Al día siguiente, Colton le administró el gas a Wells y el ayudante de éste le extrajo al dentista una muela del juicio. La primera extracción sin dolor de la historia.

William Thomas Green Morton, un dentista que estudió con Wells, empezó a experimentar con éter, anestesiando por igual a su pez dorado, a su perro y a sí mismo. El 30 de septiembre de 1846 por fin probó a anestesiar a un paciente con éter para una extracción, con un éxito que mereció mención en los diarios de Boston al día siguiente. Pronto Morton empezó a hacer de anestesista para cirujanos.

Las noticias del descubrimiento de Morton llegaron pronto a Inglaterra. En 1847 empezó además a utilizarse otra sustancia, el cloroformo, que el médico escocés James Simpson empleó para eliminar el dolor del parto con gran éxito.

La anestesia enfrentó la oposición de las iglesias cristianas, según las cuales esa práctica contravenía lo dispuesto en el versículo 3, 16 del Génesis donde se ordenaba a las mujeres a parir a sus hijos con dolor. La muy puritana reina Victoria de Inglaterra, sin embargo, y como jefe de la iglesia anglicana, pidió anestesia para el nacimiento de su octavo hijo, el príncipe Leopoldo, en 1853. Si la reina podía evadir la maldición bíblica, abría las puertas a que lo hicieran todas las mujeres, y lo empezaron a hacer.

Para fines del siglo XIX se empezó a valorar cuánta anestesia durante cuánto tiempo era adecuada para cada paciente, pues no eran infrecuentes los fallecimientos por sobredosis de anestésicos. Ernest Codman y Harvey Cushing crearon a fines del siglo la primera tabla que ayudaba a los profesionales a vigilar el pulso, la respiración y la temperatura de los pacientes para detectar signos de sobredosis.

La historia subsiguiente se centró en la profesionalización de los anestesistas, en la introducción de nuevas sustancias más eficaces y seguras y en la aparición de técnicas como la aguja hipodérmica, para facilitar la administración de anestesia. Para principios del siglo XX, la anestesia se iba generalizando en Europa y Estados Unidos.

Las dos formas más comunes de anestesia en cirugía mayor son la general, donde el paciente queda inconsciente e insensible al dolor, y la regional, donde se produce insensibilidad al dolor y generalmente se acompaña de sedación. Está además la anestesia local para procedimientos menores.

Según el paciente y el procedimiento se aplica una mezcla de sustancias ya sea por inhalación, mediante inyección intravenosa o mezclando ambas técnicas, que provocan la inconsciencia junto con otras que bloquean la sensación de dolor. Algunas sustancias se usan para inducir rápidamente la anestesia y otras para mantenerla, todo ello bajo la más estricta vigilancia, lo que ha permitido que hoy en día, las muertes debidas a la anestesia durante procedimientos quirúrgicos son de menos de 1 en cada 250,000 operaciones.

Más aún, el conocimiento de los efectos de los distintos anestésicos ha permitido que sea posible someter a cirugía a pacientes que en el pasado no era posible operar por el riesgo, desde fetos aún en el vientre materno hasta personas de edad muy avanzada o personas que sufren afecciones diversas como la diabetes.

Y, por ejemplo, una articulación de la cadera nueva para un paciente octogenario marca la diferencia entre unos años finales confinado a una silla de ruedas o con capacidad de moverse y disfrutarlos.

Que es otra forma de impedir el dolor.

Cómo funciona

Sabemos qué hace la anestesia y sus efectos más evidentes, cómo bloquea el dolor e induce la inconsciencia, pero hasta hoy, la ciencia no sabe exactamente cómo actúan los anestésicos, cuál es su acción química precisa sobre las fibras nerviosas que conducen el dolor o sobre todo nuestro encéfalo, provocando una condición similar al sueño o a la catatonia. Neurocientíficos, genetistas y biólogos moleculares trabajan aún hoy en día para conseguir desentrañar el mecanismo de las sustancias que han expulsado al dolor del dominio de los cirujanos.

Huesos: origen y legado

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"Mono ante un esqueleto", óleo de Gabriel von Max de alrededor de 1900.
(Imagen D.P., vía Wikimedia Commons)
Los huesos son el testimonio más perdurable que puede dejar un ser vivo. De hecho, sin ellos, mayormente fosilizados, no habríamos podido reconstuir la historia de la vida en nuestro planeta. Pero aún sin fosilizarse, es decir, sin que el calcio del hueso sea sustituido por otros minerales al paso de miles de años, los huesos pueden perdurar durante muchísimo tiempo a la muerte de una persona... se han encontrado huesos de ancestros nuestros de hace 90.000 años en África, donde las condiciones han sido propicias para su conservación.

Curiosamente, tendemos a considerar nuestros propios huesos como estructuras más bien rígidas e inanimadas, como las vigas que sostienen un edificio de hormigón armado, o las columnas y nervaduras que sostienen una catedral gótica. Ciertamente lo son, pero son mucho más que eso: son órganos que cumplen funciones más allá de la simplemente pasiva.

Podemos imaginarnos nuestros huesos como en una red tridimensional formada por colágeno. El colágeno es la proteína más abundante de nuestro cuerpo, ya que es el principal componente del tejido conectivo y está presente de modo importante en tendones, ligamentos, piel, cartílago vasos sanguíneos, el aparato digestivo, los discos intervertebrales, la dentina de los dientes y en nuestros músculos.

En el hueso, el tejido de colágeno está impregnado de minerales de fosfato de calcio y carbonato de calcio, que le dan al hueso su fortaleza y flexibilidad. Si el hueso fuera rígido, sería mucho más fácil que se rompiera, poniendo en peligro la supervivencia del animal. Su flexibilidad le permite precisamente soportar hasta cierto punto distintos tipos de tensión, golpes y retorcimientos.

Esa red de colágeno y minerales de calcio es similar a los modernos materiales compuestos, formados por dos o más materiales de características distintas que juntos ofrecen mayor fuerza, resistencia y adaptabilidad que si estuvieran unidos, es el caso de la fibra de vidrio contenida en una capa de resina o la fibra de carbono incrustada en un plástico. Gracias a esta estructura, el hueso es un tejido tremendamente fuerte pero a la vez muy ligero.

En los huecos de esa matriz ósea encontramos células que producen hueso, que lo reparan y en ocasiones lo destruyen para permitir la reparación o crecimiento: los osteocitos, que son alimentados por una red de vasos sanguíneos dentro del hueso y que también están conectados a células nerviosas que transmiten información como la que se necesita para actuar produciendo hueso en caso de una fractura.

Además, a lo largo del centro de los huesos largos como el fémur hay una cavidad que contiene la médula ósea, un tejido suave que produce las células de la sangre. Esto explica por qué algunos casos de cáncer sanguíneo se tratan mediante trasplantes de médula ósea sana que produce glóbulos sanos.

Pero además de sus características individuales, es importante considerar a los huesos en su conjunto, el esqueleto, formado por 206 de ellos cuando somos adultos. Curiosamente, nacemos con muchos más huesos, unidos entre sí por estructuras resistentes de cartílago. El cráneo del recién nacido cuenta con 45 elementos óseos y la flexibilidad del cartílago permite que pase por el canal del parto. Algnos de estos elementos se fusionan para que, cuando adultos, tengamos sólo 22 huesos craneales. Otros huesos presentes al nacer se fusionan en el sacro, el cóxis o la pelvis.

El proceso de desarrollo y crecimiento es el proceso de osificación de las estructuras que unen a los cartílagos del bebé, que se van alargando y adaptando gracias al trabajo de los osteocitos. No es un proceso rápido, de hecho no termina sino hasta que tenemos más o menos los 25 años de edad, y alcanzamos la estatura que tendremos toda la vida.

Historia de los huesos


La aparición de los huesos fue uno de los disparadores de uno de los fenómenos más asombrosos de la evolución de la vida en la Tierra, la llamada “explosión cámbrica”. Hace 530 millones de años, en un brevísimo período de cinco millones de años (breve en términos geológicos y de la historia de la vida en el planeta) aparecieron súbitamente los animales pluricelulares y dieron origen rápidamente a la mayoría de las grandes variedades del reino animal.

Las causas de esta rápida diversificación después de que durante 3.300 millones de años la vida se hubiera desarrollado lentamente y de modo unicelular están aún por determinarse con claridad, pero entre las más probables está el aumento de la cantidad de oxígeno en la atmósfera terrestre, la formación de la capa de ozono que protege a los seres vivos de la radiación ultravioleta del sol y una serie de erupciones volcánicas bajo los océanos que aumentó la disponibilidad de algunos minerales disueltos en el agua, principalmente el calcio. Los animales empezaron entonces a utilizar este mineral en tejidos de piel modificada en forma de escamas y espinas que los protegieran de los depredadores y, al mismo tiempo, desarrollando mejores armas para ser mejores depredadores, principalmente dientes.

Estos tejidos duros, que en principio eran exteriores o “exoesqueletos” evolucionaron pasando a ser la estructura interna o “endoesqueleto” que nos convierte en una sola familia de animales: los vertebrados. Así, por ejemplo, la piel modificada que formó la protección o cresta neural se convirtió eventualmente en el cráneo y se recubrió de piel. A partir del llamado esqueleto axial (columna vertebral, costillas y cráneo a la aparición de extremidades situadas en cinturones óseos (la pelvis y la escápula) en los peces y que a su vez evolucionaron en las más distintas formas para adaptarse a diversas necesidades.

La historia de los brazos y piernas humanos, así, se encuentra en las aletas y patas de los ancestros que tenemos en común con otros seres vivos actualmente. Y la historia del ser humano pasa necesariamente por los cambios de dos aspectos fundamentales de su esqueleto: el paso a ser un animal que se mueve sobre dos pies y el crecimiento y rediseño de nuestro cráneo para alojar un cerebro de mayor volumen y capaz de cuestionar el universo y entender, incluso, a los huesos que lo sostienen.

El hueso enfermo

La más común afección de los huesos es la osteoporosis o pérdida de densidad ósea, un acontecimiento relativamente normal a una edad avanzada que hace a los huesos frágiles y propensos a romperse, y en ocasiones provoca deformidades e incluso la discapacidad. Hay otros trastornos genéticos o del desarrollo menos comunes. Pero la afección más temida es, por supuesto, el cáncer. Sin embargo, sólo ocurre en un 0,01% de los habitantes, una incidencia muy baja comparada con otras formas de cáncer como el de próstata, que los hombres tienen un 15% de probabilidades de sufrir, o el de mama, que puede afectar al 12,3% de las mujeres.

Siempre a tu alcance: el móvil o celular

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Martin Cooper posando en 2007 con su creación, el prototipo del primer teléfono móvil o celular.
(Fotografía CC de Rico Shen, vía Wikimedia Commons)
El 3 de abril de 1973, Martin Cooper, tomó un estorboso teléfono en la 6ª Avenida de Manhattan, en Nueva York y llamó a Joel Engel, informándole que la carrera por crear el primer teléfono móvil había terminado y que Engel la había perdido. Martin Cooper era científico de Motorola y Joel Engel era su rival en Bell Labs, ambos buscando inventar un teléfono móvil viable.

Menos de cien años antes, el 10 de marzo de 1876, en Boston, Massachusets, Alexander Graham Bell había logrado llamar a su asistente Thomas Watson para pedirle que fuera a donde estaba Bell, en otra habitación de la misma casa. Bell también tenía un rival, Elisha Gray, aunque el resultado de su carrera fue menos claro que en el caso de Cooper y Engel, tanto que aún hoy se debate quién debería ser considerado el verdadero inventor del teléfono. En aquella ocasión pasó apenas un año antes de que se instalara el primer servicio telefónico comercial.

El telégrafo fue el primer intento por utilizar la electricidad para la comunicación con un sencillo principio: se provocaba una variación de corriente en un cable cerrando un circuito y se podía registrar en el otro extremo del mismo. El teléfono usaba la misma base pero más compleja. Si se podía lograr que un sonido hiciera variar una corriente eléctrica, esas variaciones podrían ser registradas al otro lado de un cable y descodificadas reconstruyendo el sonido.

El receptor era un micrófono, y el de Bell fue rápidamente mejorado y desarrollado por otros inventores, incluido Thomas Alva Edison. Su principio sigue usándose hoy en todo tipo de micrófonos: hay dos placas metálicas delgadas, separadas entre sí por gránulos de carbón y a través de las cuales se aplica una corriente eléctrica. Cuando una placa, que actúa como un diafragma, es movida por un sonido, lo convierte en presión variable sobre los fragmentos de carbón, haciendo variar la resistencia eléctrica entre las placas. La corriente registra esa variación y la transmite al otro extremo de un cable, a un altavoz que realiza el mismo procedimiento a la inversa: la variación de corriente se utiliza para mover un diafragma que al vibrar reproduce los sonidos originales.

Sobre ese principio se construyó toda la industria de la telefonía, comenzando en los Estados Unidos y la Gran Bretaña. El sistema exigía que un teléfono instalado en cualquier lugar estuviera conectado a una central telefónica mediante cables. La central era la responsable de conectar físicamente al teléfono que llamaba con aquél con el cual deseaba hablar. Al principio, esto se realizaba mediante tableros de conexiones operados por empleados, generalmente mujeres, que respondían al teléfono que hacía la llamada, el interlocutor les daba el número con el cual deseaba comunicarse. Tomaban una clavija conectada al número que llamaba Y la enchufaban en la toma correspondiente al teléfono al que se deseaba llamar. Como paréntesis, el trabajo de operadora telefónica fue uno de los espacios del nacimiento del movimiento feminista laboral, mediante la organización de los primeros grandes sindicatos de operadoras a mediados del siglo veinte.

El trabajo de las operadoras pronto fue reemplazado, en gran medida, por sistemas automatizados que reconocían el número marcado Y, por medio de relés, conectaban los dos números. Sin embargo, todo el camino de un teléfono a otro, fuera en el mismo edificio o al otro lado del mundo, estaba formado por cables conductores físicos y apenas a principios del siglo XX empezaron los intentos por transmitir la telefonía a través de ondas de radio. Con ellas, en 1915 comenzaron las llamadas intercontinentales.

Pero hacer estas llamadas razonablemente accesibles exigió tender cables sobre el lecho marino para interconectar los sistemas telefónicos a ambos lados del mismo. El primer cable entró en operación en 1921, cubriendo la corta distancia (130 kilómetros) entre Cayo Hueso, Florida, y Cuba. Pero el cable que uniera a Europa con América no sería una realidad sino hasta 1956. El siguiente gran salto sería en 1962, cuando el satélite de comunicaciones Telstar I empezó a dar servicio telefónico mediante microondas que enlazaban estaciones terrestres de modo fiable. El satélite, por cierto, fue construido y desarrollado por Bell Labs.

Pero incluso antes de ese primer cable y antes de ese satélite, los Bell Labs habían desarrollado en 1947 una idea novedosa. Los enlaces de radio tenían un problema grave: la enorme potencia de transmisión que requerían los dispositivos, y que aumentaba conforme aumentaba la distancia entre ellos. Un teléfono móvil por radio, como los que empezaron a comercializarse en 1946, necesitaba una enorme fuente de potencia. La nueva propuesta era construir una serie de estaciones base, cada una de las cuales estaría en el centro de una celdilla hexagonal como la de un panal de abejas. Así, cada una necesitaría sólo la potencia necesaria para comunicarse con las seis que la rodean, mientras que los teléfonos en sí sólo tendrían que comunicarse con la estación base (o antena de telefonía móvil) más cercana. Conforme el móvil se aleja de una antena y entra en el radio de acción de otra, pasa a transmitirle a ésta segunda sin que el usuario note el salto.

Con muy poca potencia, entonces, Martin Cooper y Motorola crearon la primera red de telefonía celular experimental con la que hizo su histórica llamada. Diez años después comenzarían a venderse teléfonos grandes, estorbosos, pesados, carísimos y con batería para sólo unas horas... pero que tenían la enorme ventaja de ser precisamente, móviles. A partir de entonces, ya no llamaríamos a un lugar donde se encontrara conectado un aparato telefónico, sino que empezaríamos a llamar a personas donde quiera que se encontraran.

Lo siguiente fue, simplemente, la miniaturización, la mayor eficiencia en las baterías y el uso de sistemas electrónicos para convertir a nuestros móviles en auténticas navajas suizas informáticas y de comunicaciones... pero que siguen siendo sobre todo la herramienta para hacer lo que hizo Bell: llamar a otra persona.

Las ondas de la telefonía móvil

Durante mucho tiempo ha sobrevivido el mito de que las ondas de radio con las que se comunican los teléfonos móviles podrían tener efectos negativos sobre la salud. La realidad es que hasta hoy no se ha demostrado ninguno de esos efectos. Más aún, es poco plausible que esas ondas pudieran hacernos daño ya que son mucho menos potentes (de menor frecuencia y ancho de banda) que las de la luz visible. Si fueran dañinas, pues, la luz lo sería mucho más. En realidad, las radiaciones electromagnéticas peligrosas son las que están por encima de la luz visible, las que comienzan en el rango ultravioleta, el UV del que sabiamente nos protegemos con pantalla solar.

Fuegos artificiales

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"Nocturno en negro y oro: cohete cayendo" de James McNeill Whistler.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
Resulta asombroso ver una noche a miles, quizá millones de personas, observando asombradas la danza de colores, brillo y explosiones de los fuegos artificiales con los que las más distintas culturas humanas suelen celebrar hoy todo tipo de acontecimientos. Los rostros adquieren expresiones infantiles, sorprendidos por un dibujo en el cielo, por una explosión especialmente fuerte o por una lluvia de chispas de colores. Lo hemos sentido... los fuegos artificiales nos emocionan profundamente.

Sabemos que a pirotecnia nació en China entre el siglo VII y X de la Era Común gracias a la invención (probablemente por accidente) de la pólvora negra, una mezcla de carbón, azufre y nitrato de potasio y que al calentarse se quema muy rápidamente, produciendo una gran cantidad de gases. El carbón (que puede sustituirse por azúcar) es el combustible básico de la reacción, mientras que el nitrato de potasio sirve como oxidante (aporta oxígeno) que acelera la velocidad de quemado y el azufre favorece que la reacción de ambos sea estable, además de ser también combustible. Si tendemos una línea de pólvora en el suelo y la encendemos, vemos que se quema a gran velocidad. Si en lugar de ello la atrapamos en un espacio confinado, como un tubo de bambú, la súbita producción de gases provoca una explosión. En la recámara de un arma, claro, puede impulsar una bala.

En el siglo X ya se vendían fuegos artificiales de tubos de papel llenos de pólvora para celebraciones familiares. Apenas servían para producir explosiones o, con un extremo abierto, podían correr sin rumbo impulsados por los gases de la combustión. En el siglo XIII, esta forma de entretenimiento llegó hasta Italia, quizás por la ruta de la seda (hay quien le atribuye a Marco Polo el haberlos llevado a occidente) o quizas traída por la invasión mongola de Europa bajo el mando de Ogodei, el hijo de Gengis Khan.

En Italia, en especial en el renacimiento, los fuegos artificiales empezaron a parecerse a los que vemos hoy gracias a la invención del proyectil aéreo, un recipiente lleno de explosivos que se disparaba al aire con el impulso de la pólvora, como un cohete o un avión a reacción, y vuyo contenido detonaba al alcanzar cierta altura, dando un espectáculo mucho más atractivo. Modificando los compuestos explosivos, los “maestros del fuego” consiguieron efectos cada vez más variados: fuentes, ruedas, conos, velas romanas, bombas, candelas españolas, palmeras, crisantemos y muchos más.

Pero seguían trabajando con pólvora negra, primitiva y sencilla que, cuando mucho, se producía en distintos tamaños de grano para que su combustión fuera más lenta (granos grandes) o más rápida (granos finos) y cuyos colores eran el anaranjado, producto de las chispas de la pólvora negra, y el blanco de alguna raspadura de metal.

En la década de 1830, los maestros pirotécnicos empezaron a aplicar los conocimientos de la química y añadieron a sus trabajos artesanales nuevas sustancias. El clorato de potasio fue una innovación como oxidante mejor que el nitrato de potasio, que ardía más rápido y a una temperatura más alta. A esa temperatura, se podían añadir a la pólvora sales metálicas para producir chispas de distintos colores.

Cuando vemos las explosiones de fuegos artificiales estamos viendo la energía que emiten distintos metales al ser calentados por la pólvora en un fenómeno llamado “luminiscencia”. Estos metales se utilizan en forma de sales. Así como la sal de mesa es cloruro de sodio, que es un metal explosivo en su estado elemental, la pirotecnia utiliza carbonatos, cloruros, sulfatos, nitratos y otros compuestos para sus despliegues.

El color rojo se obtiene con sales de litio, mientras que si se añaden sales de estroncio tenemos un rojo más brillante. El anaranjado es resultado del añadido de sales de calcio, mientras que el amarillo se obtiene con sales de sodio, el verde con las de bario y el azul con las de cobre. Mezclando compuestos, además, se puede crear una paleta de colores mucho más amplia. Por ejemplo, al quemar al mismo tiempo sales de estroncio y de cobre obtenemos un color morado, igual que si mezcláramos pintura roja y azul.

Otros colores se obtienen mediante incandescencia, es decir, el brillo que emiten algunas sustancias al calentarse, como el color rojo del hierro a altas temperaturas. El dorado revela la presencia de hierro, mientras que al añadir copos de magnesio, titanio o aluminio se producen chispas de color blanco azulado o plateado. El magnesio y el aluminio se pueden añadir también a otros colores para hacerlos más brillantes.

Los maestros pirotécnicos pueden controlar a voluntad la altura a la que se producirán distintas explosiones, y el tiempo entre unas y otras que puede producir atractivos efectos. El misil o proyectil que lanza los fuegos al cielo (a diferencia de los que son proyectados como surtidores desde el suelo) tiene una sección de impulso y lleva, en la parte superior, una bomba con las “estrellas” o efectos que van a exhibirse en cada caso, y que suelen ser bolas comprimidas hechas de pólvora y las distintas sustancias que determinarán cómo estallará y con qué colores. Están hechos de un material explosivo más suelto y fino y cada uno de ellos puede estallar en distintos momentos, gracias a una o más mechas retardadas, calculadas para que hagan estallar los efectos a gran altura. Un proyectil puede incluso tener varios efectos distintos, empaquetados en compartimientos independientes y que se van disparando en secuencia.

El disparo de los fuegos artificiales puede hacerse a mano, pero hoy se suele utilizar un sistema de encendido eléctrico con un tablero desde el cual se van lanzando los distintos proyectiles para que los distintos efectos se sucedan con el ritmo dramático ideal según el diseñador del espectáculo. Un acontecimiento así, con cientos y miles de kilos de explosivos, apoyado en la química y en los más cuidadosos cálculos, mantiene de todas formas su esencia artística: si la estructura es correcta, si la ciencia se ha hecho bien, incluso si se acompaña con alguna música relevante, nos irá llevando de una emoción a otra aún más intensa a lo largo de su desarrollo... hasta entusiasmarnos al máximo en la traca final... Un fin de fiesta a años luz de los primeros petardos chinos hace más de mil años.

Pirotecnia en el arte

Son innumerables los cuadros que representan espectáculos pirotécnicos, el más famoso de los cuales es quizá el “Nocturno en negro y oro” del pintor estadounidense del siglo XIX James McNeill Whistler. En la música, destaca la “Música para los reales fuegos de artificio” compuesta por George Frideric Handel en 1749 para acompañar los solemnes fuegos artificiales que ordenó preparar y quemar el rey Jorge II para celebrar el final de la guerra de la sucesión austríaca.

Una newtoniana en los estados papales

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Laura María Catharina Bassi en un grabado de
Domenico Maria Fratta del siglo XVIII.
A principios del siglo XVIII la revolución científica había llegado a su culminación. Ya nada volvería a ser igual en el conocimiento, en la relación misma del ser humano con el universo. La revolución había comenzado en 1543, con la publicación de las ideas de Nicolás Copérnico y se cerraba en 1687 con el libro donde Newton desentrañaba las leyes del movimiento y de la gravitación. En menos de siglo y medio en el cual se había replanteado, cuestionado y reevaluado todo cuanto el ser humano había creído saber en toda su historia.

Pero faltaba que las nuevas ideas fueran aceptadas por quienes manejaban el poder a todos los niveles, incluidos los científicos. Eran necesarios nuevos revolucionarios que contaran la historia y que construyeran sobre las bases fijadas por los creadores de lo que hoy llamamos ciencia.

Una de las consolidadoras de la revolución científica y heraldo de la revolución social y política que la seguiría, la Ilustración, Laura María Caterina Bassi, nació el 31 de octubre de 1711 en Bolonia, por entonces parte de los Estados Papales. Hija de un abogado, llegaba a la todavía nueva élite de los profesionistas liberales con dinero pero sin título nobiliario. Su padre decidió educarla en casa; a los cinco años empezó a estudiar latín, francés y matemáticas, y a los trece, el médico familiar y profesor de la Universidad de Bolonia, Gaetano Tacconi empezó a enseñarle filosofía, metafísica, lógica y eso que por entonces se llamaba “filosofía natural”... ciencia.

La joven tenía dotes intelectuales notables y un interés profundo por el universo a su alrededor, especialmente por la física, y en los años siguientes sería conocida por su capacidad intelectual tanto en su ciudad como internacionalmente. Su entorno (que incluía a Próspero Lambertini, después Benedicto XIV) le animó a buscar un puesto académico y con apenas 20 años fue admitida en la Academia de Ciencias de Bolonia. Tres semanas después, el 17 de abril de 1732, defendió 49 tesis en la Universidad de Bolonia, con tal éxito que le mereció ser doctorada el 12 de mayo.

Buena parte de las tesis que defendía se referían a la física, la biología y la anatomía, y entre ellas defendía la posición de Newton respecto de la ciencia, a contracorriente de la preferencia de los académicos de la época por el pensamiento de Descartes.

El filósofo francés René Descartes afirmaba que la forma correcta de descubrir la verdad es por medio de la razón y sólo la razón, mientras que Newton afirmaba que la razón podía plantear hipótesis, pero se necesitaba la experimentación y la observación para confirmarlas o rechazarlas. La visión de Newton afirmaba que la naturaleza obedece a leyes que se pueden cuantificar y predecir, no a fuerzas sobrenaturales. Laura Bassi, atraída por la experimentación y fascinada por sus resultados, oponía a ellos la posición del físico inglés con tanta claridad que llegó a ser conocida como “la mujer que entendía a Newton”, y durante 28 años enseñó, entre otros temas, la física newtoniana que sustentaba las ideas del genio británico.

Su brillante exposición llevó a que la universidad la nombrara profesora a fines de 1732 y, al año siguiente, el 17 de abril, le otorgó una cátedra. En poco tiempo, Laura Bassi se había convertido en la segunda mujer que recibía un título universitario en Italia, además de ser la primera profesora universitaria de la historia y la primera científica profesional, dedicada a explorar problemas de mecánica, hidrometría, elasticidad, propiedades de los gases y la recién descubierta electricidad. Alessandro Volta, uno de los pioneros de la electricidad, solía enviarle sus artículos para obtener su opinión. Tenía también correspondencia con personajes como Voltaire, a quien ayudó para que fuera admitido en la Academia de las Ciencias de Bolonia.

En 1738 se casó con el médico y físico Giuseppe Veratti, que compartía su pasión por la ciencia. En los siguientes años, además de dar clases en la universidad y, frecuentemente, en su casa, donde la pareja hacía sus experimentos, se dieron tiempo para tener y educar a una docena de hijos. En 1745 fue admitida en el selecto grupo de científicos, la Academia Benedictina, convocada precisamente por el papa Benedicto XIV, su antiguo amigo. Allí, desde 1746 y hasta su muerte, Bassi dio una conferencia anual detallando sus experimentos y hallazgos.

Laura Bassi enfrentó la oposición de algunos que no consideraban correcto que una mujer discutiera de asuntos de la naturaleza y el universo, además de que se veía impropio que impartiera clases a grupos de alumnos masculinos, y el arzobispo de Bolonia dio la orden de que sólo impartiera clases públicas ocasionalmente y con permiso del Senado de Bolonia. Bassi decidió que su carrera científica no dependía ni de la universidad ni del arzobispo, y no tenía la perspectiva de ser una mera curiosidad, sino de realizar sus propias aportaciones al conocimiento, al método y a la filosofía de la ciencia. En 1749, inauguró un laboratorio privado que pronto se hizo famoso en toda Europa, y donde confirmó que era, además, la mejor profesora de física de su época.

La culminación de su carrera se dio en 1776, cuando el Senado de Bolonia le confirió la cátedra de física experimental en el Instituto de las Ciencias de Bolonia, llevando a su marido como asistente.

Una de las razones por las cuales Bassi es poco conocida actualmente es que sus aportaciones se anunciaban en conferencias y conversaciones, en particular las que impartió anualmente desde 1746 en la Academia Benedictina, y sólo publicó cuatro obras científicas, una sobre la compresión del aire, otra sobre las burbujas en líquidos en flujo libre, la tercera sobre burbujas de aire que escapan de los líquidos y otra sobre problemas mecánicos e hidrométricos.

Laura Bassi falleció el 20 de febrero de 1778. La Ilustración llevaba a cabo su propia revolución y el puente entre las viejas ideas y el nuevo método, la ciencia, había sido transitado, en parte gracias a la labor experimental, docente e innovadora de Laura Bassi, “la mujer que entendía a Newton”.

Laura Bassi, hoy

Aunque poco conocida por el público en general, la contribución de Laura Bassi es reconocida por diversos medios. Llevan su nombre un liceo y una calle de su ciudad natal, Bolonia, y otro liceo en Sant’Antimo, además de ocho centros de especialización en Austria y un cráter de Venus. Adicionalmente, la Universidad Técnica de Munich ofrece anualmente el premio Laura Bassi, que consta de una mensualidad para apoyar a científicas destacadas. En 2016, serán 1.200 euros mensuales para candidatas al doctorado y 2.000 euros mensuales para estudiantes de postdoctorado, más un apoyo adicional para guardería, en caso de que las científicas tengan hijos.

Los inesperados datos de Hans Rosling

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Hans Rosling en 2010.
(Foto CC de Tobias Andersson Åkerblom, vía Wikimedia Commons)
Mucho lo que sabemos es falso.

O, para ser precisos, mucho de lo que creemos saber sobre la situación del mundo es totalmente falso.

Haga usted esta prueba que propone el médico y estadístico sueco Hans Rosling para determinar qué tanto conoce usted del mundo en el que vive. Son cuatro preguntas, elija una respuesta para cada una.

  1. En el último siglo, las muertes cada año debidas a desastres naturales: a) se han duplicado, b) se han mantenido más o menos iguales, c) se han reducido a la mitad.
  2. Si el promedio de los hombres del mundo que hoy tienen 30 años han estudiado 8 años de escuela, ¿cuántos años ha estudiado el promedio de las mujeres que hoy tienen 30 años? a) 7 años, b) 5 años, c) 3 años
  3. En los últimos 20 años, el porcentaje de seres humanos que viven en pobreza extrema: a) casi se ha duplicado, b) ha permanecido más o menos igual, c) se ha reducido a la mitad.
  4. ¿Qué porcentaje de niños de un año de edad en todo el mundo se han vacunado contra el sarampión? a) 20%, b) 50%, c) 80%

Si nos atenemos a la impresión que nos dejan los medios de comunicación, el mundo es un lugar de caos, destrucción, guerras, enfermedades y una situación casi al borde del abismo donde nuestra esperanza de supervivencia y la de nuestros descendientes es sumamente precaria.

Pero los medios de comunicación, hay que recordarlo, sólo nos informan de lo que es noticia. O de lo que los periodistas consideran que es noticia. Eso, lo que es noticia, es sólo una fracción minúscula de los acontecimientos que ocurren en el mundo. Es lo destacable, lo desusado, lo que nos afecta. La antigua conseja del periodismo lo deja claro: ningún diario escribe reportajes detallados sobre los aviones que no se estrellan.

Y los aviones son un excelente ejemplo de cómo los datos, los datos reales, sólidos, comprobables, los hechos científicamente contrastados, entran en desacuerdo con nuestra percepción. Subir a un avión con frecuencia nos provoca ansiedad, pensamos en los terribles accidentes de aviación recientemente cubiertos en detalle por la prensa, y probablemente sabemos, porque nos lo han dicho, que el avión es el medio de transporte más seguro que existe, y lo es cada vez más... Los datos están allí, pero algo dentro de nosotros no se lo puede creer.

Hans Rosling, nacido en 1948, estudió medicina y estadística y desde 1976 pasó varios años como médico en Mozambique y por toda África estudiando brotes de una enfermedad paralizante que llamó konzo y que logró descubrir que tenía su origen en el consumo de mandioca poco procesada, que además de provocar deficiencias alimentarias provocaba un consumo excesivo de cianuro. Posteriormente trabajó como asesor de salud en organizaciones internacionales como la OMS y UNICEF, además de ser uno de los fundadores de Médicos sin Fronteras.

Pero su pasión, en parte profesional y en parte debida a su preocupación por la pobreza y lo que llamamos “el Tercer Mundo”, y lo que lo ha dado a conocer en todo el mundo, es la estadística, el manejo de los datos reales, obtenidos científicamente, y el hecho de que la mayoría de las personas, de los propios medios de comunicación, tienen una visión del mundo que no se corresponde con la realidad, que es, cuando menos, anticuada. Y en muchas ocasiones profundamente injusta.

Es más o menos conocido que hay una serie de datos que hablan en favor de un avance notable en algunos rubros del bienestar colectivo... Sabemos que la mortalidad infantil se ha abatido gracias a los avances en vacunas y alimentación, y que la expectativa de vida al nacer prácticamente se ha duplicado desde principios del siglo XX. Pero la idea que tenemos es que estos fenómenos son peculiares de los que consideramos “países desarrollados”, cuando en realidad el fenómeno también ha ocurrido en África y Asia. Incluso países pobres como Mozambique, por poner un ejemplo, la mortalidad infantil ha caído de 440 niños por cada mil nacimientos en 1900 a 87 en 2013... una cifra enorme pero que es igual a la mortalidad infantil que había en el Reino Unido en 1933 o en Estados Unidos en 1936. O Perú apenas en 1989. El avance es real.

Por supuesto, si no conocemos los datos, datos que se hayan recopilado de modo fiable y con métodos científicamente sólidos, la imagen que tenemos del mundo está distorsionada y ello dificulta poder cambiar las cosas para bien. Para que estos datos sean conocidos, Hans Rosling ha desarrollado el proyecto llamado Gapminder, una forma de presentación de datos en ordenadores que permite ver la evolución de muy diversos indicadores a partir de datos sólidos.

Por cierto, las respuestas a las preguntas con las que comenzamos son c, a, c, c. Las más optimistas, las que menos se ajustan a la visión que solemos tener. Rosling suele prevenir al público de que esto no significa que los problemas se hayan resuelto, pero sí nos dice que los problemas más acuciosos están resolviéndose y pueden resolverse: vacunación, alfabetización, escuela para hombres y mujeres, incluso el hambre y la pobreza extrema no son fatalidades ni problemas que esperen una solución súbita que lo cambie todo, sino asuntos que podemos enfrentar con el conocimiento, la tecnología, la ciencia y el conocimiento de la realidad.

¿Y la sobrepoblación, preocupación siempre animada por los medios? Los datos y las proyecciones de los mimos indican que la población tiende a dejar de crecer. Las parejas en todo el mundo tienen ahora poco más de dos hijos en promedio, las grandes familias van quedando en el pasado y a mediados de este siglo la población podría estabilizarse en 11 mil millones de habitantes, número que se mantendría igual hacia el futuro. El problema seguirá siendo que esos 11 mil millones de vidas sean dignas, satisfactorias y plenas.

Pero, según el investigador sueco, es más importante invertir tiempo y recursos en eso que en preocuparnos por miedos sin fundamento. No por optimismo, sino por que llama “posibilismo”, porque sabemos que sí es posible resolver los problemas de nuestro mundo.

La era menos violenta

El psicólogo cognitivo Steven Pinker se ha interesado por determinar, con datos etnográficos, paleontológicos e históricos, si la violencia entre los seres humanos ha aumentado o disminuido a lo largo de la historia. Sus descubrimientos son asombrosos. Cuando en el año 1300 había una media de 40 homicidios por cada 100.000 personas, para 1700 la cifra había caído a al rededor de diez y, en la actualidad, sólo mueren una o dos personas asesinadas de cada 100.000. Otros indicadores, como la violencia contra niños o el porcentaje de personas muertas en combate han caído drásticamente. Aunque parezca contrario a todo lo que suponemos, y pese al camino que falta por andar, vivimos en la era menos violenta de la historia humana. Demostrablemente.

¿Por qué es la gripe un adversario tan difícil?

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Cubierta de proteína del virus de la gripe HRV14.
(Imagen DP Departamento de Energía de los EE.UU., vía Wikimedia Commons)
Es nuevamente esa época del año que identificamos con el frío, las fiestas, los excesos en las comidas... y también con los moqueos, toses, fiebres y malestares de la gripe, esa enfermedad causada por virus que la ciencia biomédica sigue sin poder vencer.

El hecho de que se trate de una afección vírica es ya en sí una primera indicación de cuál es el problema que enfrenta la ciencia. Hasta hoy no tenemos ninguna forma eficaz de curar las enfermedades producidas por virus, salvo por alguna excepción como es el caso de la hepatitis C. Podemos prevenir algunas mediante vacunas, motivo por el cual ante el ébola y otras enfermedades hay más esfuerzos buscando la vacuna que la curación. Podemos controlar algunos virus, como el VIH, responsable del SIDA. Y no nos servirán de nada los antibióticos, que pueden matar bacterias que nos atacan, pero no virus.

Pero en la vasta mayoría de los casos, si nos curamos de una afección causada por un virus es la labor del sistema inmune de nuestro cuerpo. De hecho, muchos de los síntomas más molestos de las gripes o resfriados, como la fiebre y el cansancio, son resultado de la acción de los mecanismos de defensa del cuerpo.

Cuando un virus entra en el cuerpo, lo más probable es que sea destruido por el sistema inmune. Si no fuera así, sufriríamos continuamente una multitud de enfermedades virales, ya que hay virus todo a nuestro alrededor. De hecho, hay más virus que ningún otro ser vivo... si aceptamos que los virus son seres vivos. Si lo son, son bastante peculiares. No tienen funciones respiratorias, digestivas o de movimiento, son solamente una capa de proteínas que cobija a una cadena de ARN o ADN y cuya única función es, al encontrar ciertas células vivientes, fijarse en su superficie e “inyectar” en ellas su material genético, el ARN o ADN. Este material genético funciona como un pirata que secuestra a la célula obligándola a invertir sus procesos metabólicos en la producción de miles y miles de copias del virus (de nuevo, la capa de proteínas y la cadena de material genético). Cuando se han agotado las capacidades de la célula, ésta estalla liberando a esos miles de virus, cada uno de los cuales está listo para encontrarse con otra célula y repetir el proceso.

No es difícil ver cómo, con unos cuantos ciclos de infección y liberación de copias del virus, el cuerpo puede sentir los efectos de la muerte de las células. Si las células son, como en el caso de la gripe, las de nuestro tracto respiratorio, tenemos todos los efectos comunes: moqueo, garganta irritada, tos. Lo que está ocurriendo en nuestro interior es una verdadera batalla colosal entre los virus y nuestro sistema inmune. Generalmente gana éste pero, en algunos casos, una gripe puede provocar la muerte.

Esta respuesta inmune permite que nuestro cuerpo adquiera inmunidad a esa cepa de ese virus. Las células encargadas de aniquilar a los intrusos en nuestro cuerpo “aprenden” cómo es ese virus y cómo destruirlo, lo que nos hace esencialmente resistentes a él en lo sucesivo. Este mecanismo es precisamente el que se aprovecha para generar vacunas, inoculando virus muertos o atenuados, o proteínas concretas, pero evocar esa inmunidad adquirida sin que tengamos que sufrir las enfermedades.

Gripe y resfriado, dos virus, dos enfermedades

¿Por qué hablamos de “gripe o resfriado”? Pues porque realmente no estamos hablando de una sola enfermedad, sino de al menos dos afecciones con síntomas parecidos, una más grave y ambas causadas por virus distintos. Y no solemos estar conscientes de ello.

El resfriado común es una molesta enfermedad que nos puede afectar en cualquier momento a lo largo del año con nariz moqueante o tapada, garganta dolorida, estornudos, fiebre no muy alta, tos, dolores de cabeza y cansancio leve, y suele desaparecer en una semana. Su causa es la gran familia de rinovirus (que significa virus de la nariz) humanos, que atacan todo el año, pero más frecuentemente al principio del otoño y al final de la primavera. Se conocen 3 especies de rinovirus y más de 99 tipos distintos dentro de ellas. Los rinovirus son responsables de aproximadamente la mitad de las enfermedades tipo gripe que se padecen en todo el mundo, y la infección con ellos es la más común de todas las enfermedades humanas. Son generalmente leves, aunque excepcionalmente pueden ser graves.

La gripe estacional, la que suele presentarse con el clima frío, es más grave, ya que además de los síntomas del resfriado la fiebre que provocan puede llegar a ser alta, y provocan escalofríos, dolores musuclares graves y fatiga intensa que puede durar hasta más de dos semanas. Los causantes son tres géneros de virus de la influenza o gripe, que pueden afectar a otras especies además de la humana. Pero los causantes de las pandemias de gripe son los virus del género A y B, que se clasifican de acuerdo con la presencia en su superficie de las proteínas hemaglutinina (H) y neuramidasa (N), con 18 subtipos de la primera y 11 subtipos de la segunda. Así, por ejemplo, los virus H1N1 fueron responsables tanto de la gripe española de 1918 y de la gripe porcina en 2009.

La prevención de la gripe se realiza por medio de vacunas que pueden proteger contra tres o cuatro de los más comunes subtipos A y B del virus. Estas vacunas ofrecen una protección que sin embargo no es tan amplia como la de otras vacunas. Además, debe renovarse anualmente, porque la de un año no nos protege contra la del siguiente. El arma del virus de la gripe para evadir nuestro sistema inmune es su capacidad de mutar, cambiar año con año las proteínas que lo recubren de modo que resulte otra vez una infección nueva para nuestras defensas naturales y para las obtenidas por medio de las vacunas.

Algunos antivirales tienen un efecto limitado sobre algunos tipos del virus de la gripe, pero en general tanto para el resfriado común como para la gripe, el único alivio son los antigripales que reducen los síntomas más molestos, el reposo y la paciencia. Salvo cuando se presentan complicaciones graves, que llevan a la muerte a más de 100.000 personas cada año.

Fríos y resfríos

Aunque tendemos a relacionar la gripe con el frío, esta correlación no es tal o, al menos, no se trata de que nuestras defensas, como se suele pensar, sean menos eficaces debido al frío. Los científicos manejan varias hipótesis: que el descenso en la humedad del ambiente favorece la transmisión del virus, el hecho de que en temporada de frío estamos más tiempo bajo techo y con otras personas, lo que favorece el contagio, y el que a bajas temperaturas el virus cree un mecanismo de protección que le permite sobrevivir más y mejorar sus probabilidades de infectar a otra persona. Abrigarnos, como recomienda mamá, no nos salvará de la gripe.
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